Me dan miedo los que hablan en nombre de Dios, sus intérpretes y traductores. Dios es la eterna pregunta que el hombre se hace. La interrogante está ahí. Dios no debe ser planteado como la respuesta al acontecimiento humano. El dolor, la enfermedad, la desigualdad, la pobreza, la injusticia no son la planificación de Dios sobre la humanidad, sino más bien la injusticia ejercida por el hombre sobre sus compañeros de viaje. El no es la explicación del acontecer humano, sino más bien la interrogante última del hombre cuando se pregunta sobre sí mismo.
Pero junto a esta actitud de humildad suprema y de suprema indigencia, siempre surge el malabarista que se erige como intérprete indiscutible. Y en nombre de Dios expone e impone su voluntad, nos sirve de puente distanciador y hace de su autoridad una dictadura traducida en dogma intelectual o en norma inapelable de conducta.
Cuando uno se pierde por los patios de Córdoba siempre se topa con la Mezquita como punto de encuentro. La Córdoba lejana y sola de Lorca, con sanrafaeles de agua y mármol sobre puentes romanos, nos conduce hacia el centro de sí misma: la Mezquita. Y allí, donde el Dios cristiano revolotea de arco en arco, quieren reunirse los musulmanes para rezarle a su dios. En ese bello bosque de palmeras rojas y canelas quieren unos y otros albergar su soledad, su miseria, su cansancio de ser hombre y contárselo al dios que puso su tienda de campaña entre nosotros y se hizo prójimo como respuesta suprema a la eterna pregunta. Hombres unidos y reunidos en torno a una concepción común, aunque diversa, formando un ramo de aspiraciones, de esperanzas, de preguntas abismales. Hermoso. Me parece hermoso.
Pero surgen los propietarios únicos de la verdad, de la razón. Los que manejan la voluntad divina como propiedad exclusiva, y lo que es peor, excluyente. En nombre de Dios y del pueblo sencillo, el Obispo de Córdoba se opone a la reunión orante de cristianos y musulmanes. Habla en nombre de una deidad estrecha y de una sencillez que es una forma más de subestimar una postura previamente creada de xenofobia espiritual interesada y rentable.
No se trata de discutir la “propiedad actual” de la Mezquita. Se trata de crear un espacio donde el hombre se pregunta por sí mismo y hace del misterio un horizonte humano y humanizante.
La Iglesia, católica (universal) por definición, no puede dejar fuera a todo el que no se atiene a sus criterios estrechos y anatematizadores. La verdad es verdad en cuanto está hecha de búsqueda, nunca de encuentros definitivos. La provisionalidad da sentido a la tarea de hurgar en el misterio. La propiedad privada de la verdad está en contra de la universalidad del amor.
La historia debería enseñarnos la perversión de la exclusión: los herejes, la investigación científica, la mujer, los homosexuales… La Iglesia no es lamentablemente una pregunta sobre el OTRO, sino un régimen canónico estricto, coercitivo, dogmático y hermético. Para eso ya tenemos las experiencias dictatoriales. Estamos necesitados de espacios sin límites, de mares anchos, de plazas abiertas donde encontrar una palmera, un chorro de agua y una flor que acompañe el cansancio de la sangre.
Pero junto a esta actitud de humildad suprema y de suprema indigencia, siempre surge el malabarista que se erige como intérprete indiscutible. Y en nombre de Dios expone e impone su voluntad, nos sirve de puente distanciador y hace de su autoridad una dictadura traducida en dogma intelectual o en norma inapelable de conducta.
Cuando uno se pierde por los patios de Córdoba siempre se topa con la Mezquita como punto de encuentro. La Córdoba lejana y sola de Lorca, con sanrafaeles de agua y mármol sobre puentes romanos, nos conduce hacia el centro de sí misma: la Mezquita. Y allí, donde el Dios cristiano revolotea de arco en arco, quieren reunirse los musulmanes para rezarle a su dios. En ese bello bosque de palmeras rojas y canelas quieren unos y otros albergar su soledad, su miseria, su cansancio de ser hombre y contárselo al dios que puso su tienda de campaña entre nosotros y se hizo prójimo como respuesta suprema a la eterna pregunta. Hombres unidos y reunidos en torno a una concepción común, aunque diversa, formando un ramo de aspiraciones, de esperanzas, de preguntas abismales. Hermoso. Me parece hermoso.
Pero surgen los propietarios únicos de la verdad, de la razón. Los que manejan la voluntad divina como propiedad exclusiva, y lo que es peor, excluyente. En nombre de Dios y del pueblo sencillo, el Obispo de Córdoba se opone a la reunión orante de cristianos y musulmanes. Habla en nombre de una deidad estrecha y de una sencillez que es una forma más de subestimar una postura previamente creada de xenofobia espiritual interesada y rentable.
No se trata de discutir la “propiedad actual” de la Mezquita. Se trata de crear un espacio donde el hombre se pregunta por sí mismo y hace del misterio un horizonte humano y humanizante.
La Iglesia, católica (universal) por definición, no puede dejar fuera a todo el que no se atiene a sus criterios estrechos y anatematizadores. La verdad es verdad en cuanto está hecha de búsqueda, nunca de encuentros definitivos. La provisionalidad da sentido a la tarea de hurgar en el misterio. La propiedad privada de la verdad está en contra de la universalidad del amor.
La historia debería enseñarnos la perversión de la exclusión: los herejes, la investigación científica, la mujer, los homosexuales… La Iglesia no es lamentablemente una pregunta sobre el OTRO, sino un régimen canónico estricto, coercitivo, dogmático y hermético. Para eso ya tenemos las experiencias dictatoriales. Estamos necesitados de espacios sin límites, de mares anchos, de plazas abiertas donde encontrar una palmera, un chorro de agua y una flor que acompañe el cansancio de la sangre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario