El maniqueísmo es un viejo conocido humano. Este western ideológico nos ha perseguido a lo largo de la historia. Pero han sido sobre todo las religiones las más necesitadas de recurrir al dualismo maldad-bondad por razones obvias. La Iglesia católica lo condenó hace muchos siglos, pero lo explicita recurrentemente en su mensaje. Precisa de su existencia como contradicción divisoria: Dios-hombre, materia-espíritu, cuerpo-alma, cielo-infierno, etc.
Los dioses son presentados por todas las religiones como seres buenos, misericordiosos, compasivos. Son la síntesis de todos los bienes sin mezcla de mal alguno, como el cielo mismo que nos enseñaron en el parvulario. Y esos dioses aman en el hombre la bondad, la comprensión, la caridad. Pero observan desde su infinita distancia al ser humano transido de maldad, de traición, de capacidad destructora. Y lo positivo-negativo del ser humano ocupa distintas residencias: el cuerpo y el alma. Todo lo que se derive del cuerpo (placer, estética, bienestar…) es malo y despreciable por definición. La soledad, el sufrimiento, el dolor son la floración del alma. Ya tenemos diferenciados los campos. Y de su enfrentamiento nacen las predilecciones divinas. Dios estima el alma y desprecia el cuerpo. Este maniqueísmo exterior recorre al hombre que nunca es unidad en sí mismo sino dualidad enfrentada. El cuerpo es barro y al barro vuelve, mientras que el alma se aúpa hasta la divinidad si no ha sido cómplice de la perversión corporal. Ormuz y Ahriman siguen vigentes pese a las condenas seculares que pesan sobre ellos.
Pero ese maniqueísmo se da también dentro de la propia divinidad. Según Benedicto XVI, Dios siempre ha buscado la salvación del mundo, pero ese mismo Dios ha tenido que acudir frecuentemente al castigo. Lo demuestra la historia. Tenemos por tanto a Ormuz y Ahriman instalados nada menos que en el centro de la divinidad, formando una unidad hipostática con él.
El placer sexual, la huida del dolor, la superación de la enfermedad que Dios nos manda, los cuidados paliativos (Cristo no los tuvo dice el Obispo Sebastián), la buena muerte (eso significa eutanasia), son todos elementos rechazables por el Padre-bondad porque no le permiten disfrutar del dolor, de la angustia de sus criaturas, de la descomposición del cuerpo que aplaca su ira de Dios-furioso. Y entre esta bondad-maldad del propio Dios, el hombre debe elegir salvar su alma, aunque deba seguir al Gran Poder descalzo sobre los bellos adoquines sevillanos y flagelarse hasta la sangre como en la austera semana santa castellana.
La laicicidad como madurez de conciencia, la investigación que lleve a la eliminación del dolor, la muerte como despedida elegante de la vida, el ser humano como unidad indisoluble y central del universo, la búsqueda como empeño creador, el amor, la libertad, nos alejan de un dios amante de fracturas existenciales, distorsionantes de la armonía de lo humano.
Quiero ser sólo hombre. Si Dios se anima, caminaremos juntos por el aire otoñal de los pinares.
Los dioses son presentados por todas las religiones como seres buenos, misericordiosos, compasivos. Son la síntesis de todos los bienes sin mezcla de mal alguno, como el cielo mismo que nos enseñaron en el parvulario. Y esos dioses aman en el hombre la bondad, la comprensión, la caridad. Pero observan desde su infinita distancia al ser humano transido de maldad, de traición, de capacidad destructora. Y lo positivo-negativo del ser humano ocupa distintas residencias: el cuerpo y el alma. Todo lo que se derive del cuerpo (placer, estética, bienestar…) es malo y despreciable por definición. La soledad, el sufrimiento, el dolor son la floración del alma. Ya tenemos diferenciados los campos. Y de su enfrentamiento nacen las predilecciones divinas. Dios estima el alma y desprecia el cuerpo. Este maniqueísmo exterior recorre al hombre que nunca es unidad en sí mismo sino dualidad enfrentada. El cuerpo es barro y al barro vuelve, mientras que el alma se aúpa hasta la divinidad si no ha sido cómplice de la perversión corporal. Ormuz y Ahriman siguen vigentes pese a las condenas seculares que pesan sobre ellos.
Pero ese maniqueísmo se da también dentro de la propia divinidad. Según Benedicto XVI, Dios siempre ha buscado la salvación del mundo, pero ese mismo Dios ha tenido que acudir frecuentemente al castigo. Lo demuestra la historia. Tenemos por tanto a Ormuz y Ahriman instalados nada menos que en el centro de la divinidad, formando una unidad hipostática con él.
El placer sexual, la huida del dolor, la superación de la enfermedad que Dios nos manda, los cuidados paliativos (Cristo no los tuvo dice el Obispo Sebastián), la buena muerte (eso significa eutanasia), son todos elementos rechazables por el Padre-bondad porque no le permiten disfrutar del dolor, de la angustia de sus criaturas, de la descomposición del cuerpo que aplaca su ira de Dios-furioso. Y entre esta bondad-maldad del propio Dios, el hombre debe elegir salvar su alma, aunque deba seguir al Gran Poder descalzo sobre los bellos adoquines sevillanos y flagelarse hasta la sangre como en la austera semana santa castellana.
La laicicidad como madurez de conciencia, la investigación que lleve a la eliminación del dolor, la muerte como despedida elegante de la vida, el ser humano como unidad indisoluble y central del universo, la búsqueda como empeño creador, el amor, la libertad, nos alejan de un dios amante de fracturas existenciales, distorsionantes de la armonía de lo humano.
Quiero ser sólo hombre. Si Dios se anima, caminaremos juntos por el aire otoñal de los pinares.
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