lunes, 6 de octubre de 2008

MUERTE Y RESURRECCION

Israel ha machacado el sur del Líbano. Contra toda ley, se ha impuesto la ley del más fuerte. Han luchado David y Goliat. El resto de la humanidad ha asistido al espectáculo cómodamente sentado en las gradas del gran circo. Aplaudiendo unos. Volviendo la cara con asco hipócrita otros.

El napoleón Buhs (así, con minúsculas) vendiendo sofisticadas armas de destrucción masiva (tal vez las incautadas en Irak), porque él sí tiene derecho a poseerlas mientras a Irán se le prohíbe la investigación con fines pacíficos.

Aznar llegando a pedir el ingreso de Israel en la OTAN y defendiendo la posibilidad de que la propia Alianza Atlántica bombardeara el Líbano. Las Azores se han multiplicado y los que no admiten la legalidad de la foto de aquella blasfema trinidad lo hacen sólo por una envidia negra que les corroe las entrañas. Nadie como él ha experimentado cómo mejora la circulación cuando se apoyan los pies en la mesa del despacho oval.

Europa se ha tomado el tiempo necesario para reflexionar sobre el ataque israelí, tiempo que ha coincidido (pura casualidad) con el que ha necesitado Israel para aniquilar el sur Libanés.

Ante la gran palangana del mundo se han formado colas para lavarse las manos y verter las aguas podridas en las cloacas de la comprensión cómplice y asesina. Apesta el mundo porque hasta las rosas fusiladas tienen un perfil nauseabundo. ¿Soy yo responsable de la vida de mi hermano? Qué estúpida respuesta de Caín repetida en la historia cada vez que asentimos cobardemente a la programación calculada de la injusticia. No somos conscientes de que se han secado los ríos y de que la conciencia del mar le prohíbe lavar tanta indecencia. Por eso chapoteamos en sangre inocente, criminales todos, sin excusa nadie, cómplices inexcusables.

Pero el hombre como individualidad y los pueblos como colectividad ansían tarde o temprano una purificación de conciencia. Tarde o temprano necesitamos mirar a la luna sin bajar los ojos. Tarde o temprano urge sacudirse de los hombros la culpabilidad. Tarde o temprano exigimos el oxígeno que nos niega la disnea humeante de las bombas de racimo Y entonces convocamos una conferencia de donantes. Y de la cartera repleta del dinero que nos ha proporcionado el negocio de la muerte, aportamos cantidades ridículas que simulen una resurrección. Y los nuevos barrios que se construirán sobre las ruinas de la destrucción llevarán tal vez nombres de mandatarios que han contribuido a que sus cuñados se enriquezcan con la maravilla blanca de casas, hospitales y colegios.

Y enviamos a nuestros soldados como fabricantes de paz donde otros soldados se encargaron de construir la guerra. Atrás quedan las madres, los hijos, las novias regando el beso del regreso, cultivando el orgullo del muchacho que se fue con la moral muy alta como proclamó el general de turno ante el ministro todopoderoso de la defensa. Nuestros soldados erigiendo la resurrección donde los gobernantes urdieron una muerte minuciosa, tratando de que todo pareciera un accidente. Porque en realidad no ha habido muertos, sólo efectos colaterales. Elegancia ante todo porque la arruga en el chaqué, lo diga quien lo diga, no es bella.

Muerte y resurrección que nunca pondrá de pie los huesos de los que se fueron. Nadie tiene pureza suficiente para besar la sangre inocente que fecunda la tierra.



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