Me desconcertaba estudiar de pequeño que tanto el Estado como la Iglesia eran sociedades perfectas. Chaval de posguerra, intuía cómo NO debían ser las cosas, aunque no llegaba a saber cómo debían ser exactamente. La educación de aquel momento excluía por sistema la reflexión del alumno si ésta divergía de la enseñanza oficial. Las cosas eran como te las exponían sin modificación alguna. La idea de perfección no cabía en mi cerebro. Más bien partía de la base de que todo estaba inacabado, imperfecto, basado en una provisionalidad estimulante, enriquecedora, que empujaba a la búsqueda. Todo hallazgo intelectual se me antojaba dato penúltimo que me impelía a ir más allá y así concebir la tarea humana como la persecución del misterio. Nada podía ser lo que aparentemente era. Todo devenía, llegaba a ser. Todo era horizonte inalcanzable más que meta conseguida.
¿Duda cartesiana? Tal vez intranquilidad con lo definido. Nada era lo que evidentemente era. Todo encerraba un núcleo que había que descifrar y una vez descifrado había que seguir ahondando. Tal vez la muerte, pienso ahora, y sólo la muerte, como elegancia suprema de la vida, instale al hombre en esa definitiva postura de quien experimenta la propia verdad, la de la historia y a lo mejor la de Dios.
El Estado y La Iglesia eran entonces las dos coordenadas en las que inexcusablemente tenía que moverse el españolito. Y era tal la ósmosis entre ellas, que lo que era bueno para una era bueno para la otra. La Iglesia se autodefinía como sociedad perfecta e independiente del Estado, pero qué duda cabe que su superioridad la empleaba para alimentarse en todos los órdenes de la sociedad civil. Y ésta a su vez nada podía emprender que fuera contra la Iglesia o al margen de sus directrices. Franco, diácono de la Iglesia y los Obispos, diputados en cortes, formaban una imagen hipostática, suprema e indivisible. Dios era franquista por definición, había luchado al lado de las tropas nacionales y sin duda había estado de acuerdo con el golpe militar del l8 de julio. De los cañones del Generalísimo brotarían las rosas de la paz como auspiciaba el Cardenal Gomá.
Nada de esto significa, créanme, hurgar en viejas heridas. Simple constatación de un niño de posguerra. Hoy el Estado se rige por una Constitución aconfesional y en consecuencia puede y debe legislar de acuerdo a valores reconocidos por las instituciones internacionales y proclamados como derechos humanos universales. Y los gobiernos tienen el derecho y la obligación de diagramar los campos educacionales para que los ciudadanos encuentren una plenitud humana que nunca pudimos alcanzar cuando sólo éramos súbditos.
La Iglesia, tan consciente en otros tiempos de ser una sociedad perfecta, fue redefinida por el Concilio Vaticano II como pueblo de Dios, siempre en camino, siempre peregrino. Y uno, que ya no es un chaval, está infinitamente más de acuerdo con esta visión andante hacia y no instalada en. Pero los Obispos españoles y sus portavoces siguen añorando tiempos pasados de concubinato cuando la cruz era la espada y la lucha diaria por el pan una cruzada con estrellas y galones. Y uno comprende, porque la vida enseña a comprenderlo todo, que se añoren privilegios, prebendas, dinero, primacías. Melancolías antievangélicas que apean a la Iglesia de su propia dignidad de servicio y projimidad para instalarse cómodamente en la prostitución de quien ofrece indulgente colaboración a cambio de oscuros privilegios.
Según Martínez Camino, portavoz de la Conferencia Episcopal, si la educación queda en manos del Estado, éste podría sembrar ideas inmorales en el alumnado, que dependerían del partido que estuviera en el poder. Y si queda en manos de la Iglesia, poseedora única de la verdad, ¿Qué se enseñaría sobre el uso del preservativo, sobre las células madre, sobre la homosexualidad, sobre las relaciones sexuales? ¿Se nos seguiría diciendo que la ceguera puede ser una consecuencia directa de la masturbación? ¿Qué un régimen fascista elimina a sus enemigos porque a su vez son enemigos de la religión? ¿Se nos diría que Dios está de parte del general vencedor, que una guerra fratricida es una cruzada, que Jesús bendice los cañones?
Algunos echamos en falta la cruz limpia y honrada, con un Cristo compañero, buscador, el de la tienda de campaña bajo las estrellas, el que convive y empuja la historia, poeta desnudo por las cunetas del mundo. Sólo me interesa el Cristo que está de parte del pobre, del vencido, solidario de su quehacer y del esfuerzo muscular del hombre que convierte el misterio en raíz indigente de una pregunta iluminada.
¿Duda cartesiana? Tal vez intranquilidad con lo definido. Nada era lo que evidentemente era. Todo encerraba un núcleo que había que descifrar y una vez descifrado había que seguir ahondando. Tal vez la muerte, pienso ahora, y sólo la muerte, como elegancia suprema de la vida, instale al hombre en esa definitiva postura de quien experimenta la propia verdad, la de la historia y a lo mejor la de Dios.
El Estado y La Iglesia eran entonces las dos coordenadas en las que inexcusablemente tenía que moverse el españolito. Y era tal la ósmosis entre ellas, que lo que era bueno para una era bueno para la otra. La Iglesia se autodefinía como sociedad perfecta e independiente del Estado, pero qué duda cabe que su superioridad la empleaba para alimentarse en todos los órdenes de la sociedad civil. Y ésta a su vez nada podía emprender que fuera contra la Iglesia o al margen de sus directrices. Franco, diácono de la Iglesia y los Obispos, diputados en cortes, formaban una imagen hipostática, suprema e indivisible. Dios era franquista por definición, había luchado al lado de las tropas nacionales y sin duda había estado de acuerdo con el golpe militar del l8 de julio. De los cañones del Generalísimo brotarían las rosas de la paz como auspiciaba el Cardenal Gomá.
Nada de esto significa, créanme, hurgar en viejas heridas. Simple constatación de un niño de posguerra. Hoy el Estado se rige por una Constitución aconfesional y en consecuencia puede y debe legislar de acuerdo a valores reconocidos por las instituciones internacionales y proclamados como derechos humanos universales. Y los gobiernos tienen el derecho y la obligación de diagramar los campos educacionales para que los ciudadanos encuentren una plenitud humana que nunca pudimos alcanzar cuando sólo éramos súbditos.
La Iglesia, tan consciente en otros tiempos de ser una sociedad perfecta, fue redefinida por el Concilio Vaticano II como pueblo de Dios, siempre en camino, siempre peregrino. Y uno, que ya no es un chaval, está infinitamente más de acuerdo con esta visión andante hacia y no instalada en. Pero los Obispos españoles y sus portavoces siguen añorando tiempos pasados de concubinato cuando la cruz era la espada y la lucha diaria por el pan una cruzada con estrellas y galones. Y uno comprende, porque la vida enseña a comprenderlo todo, que se añoren privilegios, prebendas, dinero, primacías. Melancolías antievangélicas que apean a la Iglesia de su propia dignidad de servicio y projimidad para instalarse cómodamente en la prostitución de quien ofrece indulgente colaboración a cambio de oscuros privilegios.
Según Martínez Camino, portavoz de la Conferencia Episcopal, si la educación queda en manos del Estado, éste podría sembrar ideas inmorales en el alumnado, que dependerían del partido que estuviera en el poder. Y si queda en manos de la Iglesia, poseedora única de la verdad, ¿Qué se enseñaría sobre el uso del preservativo, sobre las células madre, sobre la homosexualidad, sobre las relaciones sexuales? ¿Se nos seguiría diciendo que la ceguera puede ser una consecuencia directa de la masturbación? ¿Qué un régimen fascista elimina a sus enemigos porque a su vez son enemigos de la religión? ¿Se nos diría que Dios está de parte del general vencedor, que una guerra fratricida es una cruzada, que Jesús bendice los cañones?
Algunos echamos en falta la cruz limpia y honrada, con un Cristo compañero, buscador, el de la tienda de campaña bajo las estrellas, el que convive y empuja la historia, poeta desnudo por las cunetas del mundo. Sólo me interesa el Cristo que está de parte del pobre, del vencido, solidario de su quehacer y del esfuerzo muscular del hombre que convierte el misterio en raíz indigente de una pregunta iluminada.
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