domingo, 5 de octubre de 2008

LOS ASESORES DE DIOS

En democracia, el voto es la maduración responsable de una conciencia personal que piensa en el bien de la totalidad, depositando la confianza en una opción globalmente buena. Es por tanto un acto de libertad política, que en cuanto opción, no viene dada por nadie ajeno al que la ejerce. Somos cada uno de nosotros los responsables de esa opción y en cuanto tales, constructores de una democracia que descansa sobre los hombros de cada elector.

No entiendo por tanto la generosidad de los Obispos catalanes que “dan libertad para que cada uno vote a favor o en contra del referéndum sobre el estatuto”. Aunque uno termina entendiéndolo y hasta explicándoselo. La Jerarquía católica se siente dueña absoluta de las conciencias. Este señorío se ostenta desde la más alta jefatura de la Iglesia hasta el último escalón. En cualquier orden de la vida, ese nomenclátor sagrado se cree en el derecho de dictar lo que deben hacer los ciudadanos. Incluso los más alejados de sus consignas admiten que esa actitud puede ser dirigida a sus fieles, pero no a los que se consideran fuera de de la Iglesia. La Jerarquía española, viuda de una dictadura con la que concubinamente convivió durante muchos años, se cree igualmente heredera de aquellos modales. Pudo ejercer un poder absoluto sobre lo bueno y lo malo a través de cuarenta años y se niega a renunciar al monopolio de la verdad, incluso en el orden civil. La moral de la Iglesia era la moral de todo el Estado. Como consecuencia de esta actitud, aún hoy, otorga “generosamente” la libertad de votar una materia concreta de la vida política. Pero esa pretendida influencia no debe exigir una respuesta ni siquiera entre sus más adictos seguidores, porque también ellos deben gozar de la suprema libertad de los hijos de Dios.

La libertad en su sentido estricto no nos viene otorgada desde fuera, sino que es la tarea humana a la que hay que aspirar, con la actitud alegre de luchar por lo inalcanzable. La libertad, como dato siempre provisional, convierte al hombre en la gozosa empresa de sí mismo.

Y esta situación de conciencia abierta es aplicable tanto al creyente como al que no lo es. Unos y otros debemos sacudirnos la imposición que desde fuera nos quiere dictar una Jerarquía que piensa más frecuentemente en las consecuencias a las que se puede verse sometida según el camino político por el que se defina un país. En el nombre de Dios, en las raíces de la fe cristiana, en la tradición, en el espíritu del evangelio se esconden frecuentemente intenciones inconfesables ajenas a Dios, a la fe, a la tradición y al evangelio. Con demasiada frecuencia se toma en vano el valor de lo sagrado para alcanzar horizontes absolutamente espurios.

La conciencia no pueden vivir en un estado de esquizofrenia. Menos aún la libertad. La Iglesia, más exactamente su Jerarquía, debe aproximarse al hombre como al nunca concluído, como al quehacer abierto, buscador, hacedor provisional de su propia existencia. Lo humano, en cuanto misterio para sí mismo, no vive su plenitud otorgada desde ninguna periferia, ni siquiera la sagrada, sino desde unas raíces interrogantes que cuestionan lo adquirido y lo sistematizan como plataforma para llegar al vértice. Cuando la Iglesia conciba lo humano como el dato provisional que es, habrá consolidado su actitud realmente cristiana y habrá conseguido la pobreza ontológica como presagio de su propia verdad.





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