De un tiempo a esta parte, se debate vivamente en todos los medios de comunicación si debe impartirse o no una educación religiosa en los colegios públicos. Durante la dictadura la religión se imponía a las conciencias porque una de las metas de todo dictador es precisamente anular esa conciencia, adueñarse del reducto de la intimidad y hacer de ello una propiedad estatal. Se nos obligó a practicar una moral que respondía a las enseñanzas de la jerarquía mayoritaria y acorde con las conveniencias del régimen. Y durante muchos años gran parte de los Obispos, aunque nunca la totalidad de los cristianos, bendijo y gozó una unión concubina e hizo suyas unas directrices ajenas al evangelio como postura crítica coadyuvando con la dictadura a aplastar lo humano en cuanto elemento creador y diferenciador de la existencia.
Con la llegada de la democracia, se restituyó al país su carácter aconfesional y laico. Y la Jerarquía católica, digamos nuevamente que no la mayoría de los cristianos, empezó a sentir el desgarro que le producía esa aconfesionalidad y las consecuencias que de ella podrían derivarse, como por ejemplo, y es sólo un ejemplo, las económicas.
Lo cristiano no es el fruto de una formación ni siquiera de una convicción. Lo auténticamente cristiano y la fe como elemento “transformador del mundo” no es el final de una consecución, sino un don gracioso al que el hombre se abre y por el que se deja fecundar en el amor y la esperanza.
La religión es el esfuerzo del hombre por llegar a Dios (Mircea Eliade). Queda claro en el relato mítico de la serpiente que ofrece la manzana con el atractivo de dar cumplimiento a lo que siempre el hombre ha aspirado: seréis como dioses porque habréis comido el fruto del árbol en el que radica el conocimiento del bien y del mal. Los griegos hicieron un esfuerzo “prometéico” para reeditar esas ansias insatisfechas y nuevamente se despeñaron en el fracaso. Ese sufrimiento histórico de malentendida superación fue interpretado siglos más tarde por Sartre como una “pasión inútil”. En cuanto el hombre, repetiría el existencialista francés, siga renunciando a serlo para aspirar a ser como dios, experimentará el fracaso y la vacuidad de su lucha.
Este esfuerzo secular es denominado por Romano Guardini como la auténtica RELIGION. Y en este sentido, dice el propio Guardini, el cristianismo no es una religión, sino una REVELACION, con la profundidad epifánica del término. No se trata, afirma, de llegar a ser como dios, sino de asumir que Dios ha logrado hacerse hombre. Participa así de la visión de Congar que llega a la conclusión de que la biblia es una teología para el hombre, pero fundamentalmente, es una antropología para Dios. El hombre persigue a Dios, pero es éste el que le sale al encuentro y se le hace cercanía, projimidad y compañero de tienda en el campamento del tiempo y de su aventura humana.
Esta visión no es un hallazgo de la modernidad. Corresponde a la experiencia más radical del cristianismo primitivo. Cuando la Iglesia se apea de esta postura se prostituye a sí misma y abdica de su propia conciencia por dios sabe qué bastardas y acomodaticias razones. Y aquí se fundamenta la incomprensión y el rechazo que produce en una gran mayoría de la sociedad.
¿Se puede ENSEÑAR esta experiencia en los colegios? No es cuestión de dedicarle atención especial por parte de las leyes de un país. No se trata de tener un profesorado bien preparado para trasmitir unos “conocimientos”. La Jerarquía haría bien tomándose en serio la propia doctrina evangélica y siendo consciente, que en cuanto don, la fe no es la conclusión lógica de un estudio en las aulas. Dejaría así, con gozosa convicción, de exigir la “imposición” de la fe frente a una laicicidad. Se desprendería del complejo de persecución que la hace vivir a la defensiva, y saldría a la plaza de la existencia humana como un mar abierto, una brisa vivificante, una denuncia vigorosa contra el hambre, la miseria, la opresión. A nadie le atrae una fe refugiada en las iglesias, huidiza del contexto humano: la realidad de la posesión del ochenta por ciento de la riqueza mundial por parte de un veinte por ciento, la existencia de tres cuartas partes de la humanidad que sufre necesidades elementales, el tráfico obsceno de armas, el desprecio de los derechos de los humildes. No se trata de predicar una legislación sobre el sexo como tema casi monográfico. Urge la voz profética de quienes viven en la propia carne la miseria de los otros. Entre ricos y pobre se levanta el tremendo muro de la vergüenza, más divisorio que el que partió Berlín o ahora se yergue entre israelíes y palestinos. Sabemos de qué lado del muro está Dios. Pero el hombre actual quiere saber, además, en qué parte se sitúa la Iglesia.
Esto corresponde a una experiencia íntima. ¿Podría un país democrático enseñar en sus colegios “que el Parlamento Europeo y otras iniciativas democráticas son los nuevos ámbitos del mal”, según pone de manifiesto Juan Pablo II en su último libro publicado? No se trata de tiempo dedicado, ni de que puntúe o no, o de que se imparta como asignatura decisiva por su evaluación como asignatura. No confundamos la matemática con la fe. No hagamos de la anchura del amor un compartimento para encerrar la esperanza.
Con la llegada de la democracia, se restituyó al país su carácter aconfesional y laico. Y la Jerarquía católica, digamos nuevamente que no la mayoría de los cristianos, empezó a sentir el desgarro que le producía esa aconfesionalidad y las consecuencias que de ella podrían derivarse, como por ejemplo, y es sólo un ejemplo, las económicas.
Lo cristiano no es el fruto de una formación ni siquiera de una convicción. Lo auténticamente cristiano y la fe como elemento “transformador del mundo” no es el final de una consecución, sino un don gracioso al que el hombre se abre y por el que se deja fecundar en el amor y la esperanza.
La religión es el esfuerzo del hombre por llegar a Dios (Mircea Eliade). Queda claro en el relato mítico de la serpiente que ofrece la manzana con el atractivo de dar cumplimiento a lo que siempre el hombre ha aspirado: seréis como dioses porque habréis comido el fruto del árbol en el que radica el conocimiento del bien y del mal. Los griegos hicieron un esfuerzo “prometéico” para reeditar esas ansias insatisfechas y nuevamente se despeñaron en el fracaso. Ese sufrimiento histórico de malentendida superación fue interpretado siglos más tarde por Sartre como una “pasión inútil”. En cuanto el hombre, repetiría el existencialista francés, siga renunciando a serlo para aspirar a ser como dios, experimentará el fracaso y la vacuidad de su lucha.
Este esfuerzo secular es denominado por Romano Guardini como la auténtica RELIGION. Y en este sentido, dice el propio Guardini, el cristianismo no es una religión, sino una REVELACION, con la profundidad epifánica del término. No se trata, afirma, de llegar a ser como dios, sino de asumir que Dios ha logrado hacerse hombre. Participa así de la visión de Congar que llega a la conclusión de que la biblia es una teología para el hombre, pero fundamentalmente, es una antropología para Dios. El hombre persigue a Dios, pero es éste el que le sale al encuentro y se le hace cercanía, projimidad y compañero de tienda en el campamento del tiempo y de su aventura humana.
Esta visión no es un hallazgo de la modernidad. Corresponde a la experiencia más radical del cristianismo primitivo. Cuando la Iglesia se apea de esta postura se prostituye a sí misma y abdica de su propia conciencia por dios sabe qué bastardas y acomodaticias razones. Y aquí se fundamenta la incomprensión y el rechazo que produce en una gran mayoría de la sociedad.
¿Se puede ENSEÑAR esta experiencia en los colegios? No es cuestión de dedicarle atención especial por parte de las leyes de un país. No se trata de tener un profesorado bien preparado para trasmitir unos “conocimientos”. La Jerarquía haría bien tomándose en serio la propia doctrina evangélica y siendo consciente, que en cuanto don, la fe no es la conclusión lógica de un estudio en las aulas. Dejaría así, con gozosa convicción, de exigir la “imposición” de la fe frente a una laicicidad. Se desprendería del complejo de persecución que la hace vivir a la defensiva, y saldría a la plaza de la existencia humana como un mar abierto, una brisa vivificante, una denuncia vigorosa contra el hambre, la miseria, la opresión. A nadie le atrae una fe refugiada en las iglesias, huidiza del contexto humano: la realidad de la posesión del ochenta por ciento de la riqueza mundial por parte de un veinte por ciento, la existencia de tres cuartas partes de la humanidad que sufre necesidades elementales, el tráfico obsceno de armas, el desprecio de los derechos de los humildes. No se trata de predicar una legislación sobre el sexo como tema casi monográfico. Urge la voz profética de quienes viven en la propia carne la miseria de los otros. Entre ricos y pobre se levanta el tremendo muro de la vergüenza, más divisorio que el que partió Berlín o ahora se yergue entre israelíes y palestinos. Sabemos de qué lado del muro está Dios. Pero el hombre actual quiere saber, además, en qué parte se sitúa la Iglesia.
Esto corresponde a una experiencia íntima. ¿Podría un país democrático enseñar en sus colegios “que el Parlamento Europeo y otras iniciativas democráticas son los nuevos ámbitos del mal”, según pone de manifiesto Juan Pablo II en su último libro publicado? No se trata de tiempo dedicado, ni de que puntúe o no, o de que se imparta como asignatura decisiva por su evaluación como asignatura. No confundamos la matemática con la fe. No hagamos de la anchura del amor un compartimento para encerrar la esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario