lunes, 6 de octubre de 2008

PADRE NUESTRO

Veraneábamos en Sierra Nevada. Cerca del Hotel del Duque. Güéjar Sierra arriba. Veredas estrechas escoltadas de zarza moras. La casona blanca, por fin. Puertas grandes que nunca se cerraban. Y nogales madurando. Nogales grandes, de sombra planetaria. Se hacían los caminos al andar. Por órdenes de Machado. Y hacia donde fueras, siempre te encontrabas con Santos.

Santos era alto. Sombrero viejo marrón. Amarronada camisa. Pantalón marrón desvaído. Abarcas amplias y marrones a juego. Todo en armonía con una delgadez de espiga madura. Vivía en una choza demasiado baja para su altura de Quijote arruinado. Sin mujer. Sin hijos. Nos miraba a veces como soñando cunas. Pero nada añoraba, nos decía, porque sabía de la muerte. La muerte era como la sierra: precipicio tras precipicio. Nada a la espalda de la nada. Vacío que rebotaba el eco, sin apropiárselo. Sólo para entregarlo a otro vacío.

Verano de mulas tordas. De espigas llenando eras. Mundo de trigo girando. Siempre en redondo. Sobre sí mismo. Proyectando panes blancos para aceites dorados de merienda. Meriendas de niños ricos. Panes morenos, solitarios, de niños de Albaicín pobre.

Al atardecer nos sentábamos en la era con Santos. Sombrero. Camisa. Pantalón. Abarcas. Santos siempre el mismo. Nos hablaba de las cabras, de los cerdos que mataba por noviembre, del burro compañero de caminos. Contaba historias infinitas hasta que las estrellas se colgaban de los nogales. Mañana sería como hoy. De nuevo la era giratoria. El viento separando el grano de la paja. Aventando la tarde mientras las mulas descansan. Ladrando los perros al amigo Platero, juanramoniano y estoico.

Estaba cerca setiembre. Santos se quedaría con su soledad acostumbrada. Vendría la nieve. Cuesta abajo los fríos. Mulhacén abajo. Veleta abajo. Atropellando zarzas y nogales. “Me escondo del frío”, nos decía Santos. “Estoy acostumbrado a vivir escondido” Fue entonces cuando nos contó la historia más hermosa. Le habían hablado de una guerra. Hacía muchos años. A veces se oían tiros. Siempre pensó que serían furtivos. Pero alguien le dijo que los españoles andaban matándose. Desde entonces se escondía cada vez que oía u tiro. En un hueco del monte, como en un vientre bueno, acomodaba su postura fetal de metro ochenta. A bocajarro un día se topó con un grupo de diez o doce hombres. Camisas azules. Correajes limpios. Boinas en la hombrera. Brillantina chorreada sobre el pelo estirado. “Vamos a fusilarte por rojo” Le ataron las manos. Le vendaron los ojos y lo colocaron de frente para que intuyera su propia muerte. Mientras tomaban distancia, Santos les suplicó: “Matadme, pero antes dadme tiempo para rezar un Padre Nuestro” Regresaron las pistolas camino de la cintura. Se espesó el silencio. Y el jefe preguntó: ¿Entonces tú no eres rojo? “Yo no sé lo que soy ni me preocupa. Tal vez soy sólo marrón y quiero rezar un Padre Nuestro”

Los vio marcharse cantando, entre las zarza moras. Aquel día llevaba puestos el sombrero, la camisa y el pantalón que hoy vestía. Para siempre fue un hombre marrón que rezaba cada noche un Padre Nuestro.



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