Blair se ha convertido al catolicismo. Ha aceptado el primado del Obispo de Roma, ha hecho suyos ciertos dogmas y se ha sometido al derecho interno que gobierna la Iglesia. La Iglesia siente el orgullo de haber conseguido el reconocimiento de Blair. Benedicto XVI lo ha recibido como nuevo hijo, llegado de la zona oscura donde no hay salvación, de las afueras de la verdad cuyo depositario único es el Vicario de Cristo.
El término “conversión” en su sentido griego significa cambio profundo, cambio de entrañas, mutación radical de corazón. Mediante esa conversión, uno encuadra su vida en nuevas coordenadas. Se hace prójimo del dolor humano, compañero de la pobre pobreza del pobre. Se nace del vientre de una mujer, en comunión con el húmedo calor de una vaca y un platero tierno y peludo. Se alterna con las prostitutas que preceden en el reino de los cielos y se rebela contra el capitalismo feroz que diseña el hambre en el mundo y especula con la muerte de los hermanos.
A Blair se le ha exigido que reconozca unos postulados proclamados por la autoridad de la Iglesia. Se le ha obligado a que se someta a unas reglas canónicas. Pero nadie le ha urgido a una apertura amorosa que cuestione continuamente el acontecer humano. En Irak brota diariamente el petróleo aprovechado por las grandes potencias. Pero hay un surtidor de sangre que a nadie inquieta y que debería chorrear las conciencias. Nadie le ha pedido a Blair que su cambio de corazón le lleve a pedir perdón por la destrucción ilegal de un país, por una guerra que nadie sabe cómo terminar, por el uso de unas armas de destrucción masiva disparadas desde la mentira inventada, justificante del atropello, sacrílego marco de la indecencia de las Azores. Nadie ha salido del rincón de la historia. Estos Atilas de corbata y mocasín, de guantánamos y chanel-nº-5 deben ser repudiados por una Iglesia que canta a la paz, que dice creer en el hombre, en todos los hombres. A no ser que también la Iglesia haya apostatado, como tal institución, de su propia dignidad de pobre, de su dolorosa projimidad con el que sufre. Tratar de compaginar ambas posturas es caer en un maniqueísmo y en un fariseísmo contra el que Jesús esgrimió sus palabras más radicales. Ese Jesús, luchador contra el poder político y clerical de su tiempo, no puede admitir como compañeros de construcción de un mundo justo a los elegantes herodes devoradores de niños inocentes.
O el ex-primer ministro no se ha convertido a la Iglesia de Jesús o la Iglesia se ha convertido, renunciando a Jesús, en mercader implícito de Buhs, Aznar y Blair.
El término “conversión” en su sentido griego significa cambio profundo, cambio de entrañas, mutación radical de corazón. Mediante esa conversión, uno encuadra su vida en nuevas coordenadas. Se hace prójimo del dolor humano, compañero de la pobre pobreza del pobre. Se nace del vientre de una mujer, en comunión con el húmedo calor de una vaca y un platero tierno y peludo. Se alterna con las prostitutas que preceden en el reino de los cielos y se rebela contra el capitalismo feroz que diseña el hambre en el mundo y especula con la muerte de los hermanos.
A Blair se le ha exigido que reconozca unos postulados proclamados por la autoridad de la Iglesia. Se le ha obligado a que se someta a unas reglas canónicas. Pero nadie le ha urgido a una apertura amorosa que cuestione continuamente el acontecer humano. En Irak brota diariamente el petróleo aprovechado por las grandes potencias. Pero hay un surtidor de sangre que a nadie inquieta y que debería chorrear las conciencias. Nadie le ha pedido a Blair que su cambio de corazón le lleve a pedir perdón por la destrucción ilegal de un país, por una guerra que nadie sabe cómo terminar, por el uso de unas armas de destrucción masiva disparadas desde la mentira inventada, justificante del atropello, sacrílego marco de la indecencia de las Azores. Nadie ha salido del rincón de la historia. Estos Atilas de corbata y mocasín, de guantánamos y chanel-nº-5 deben ser repudiados por una Iglesia que canta a la paz, que dice creer en el hombre, en todos los hombres. A no ser que también la Iglesia haya apostatado, como tal institución, de su propia dignidad de pobre, de su dolorosa projimidad con el que sufre. Tratar de compaginar ambas posturas es caer en un maniqueísmo y en un fariseísmo contra el que Jesús esgrimió sus palabras más radicales. Ese Jesús, luchador contra el poder político y clerical de su tiempo, no puede admitir como compañeros de construcción de un mundo justo a los elegantes herodes devoradores de niños inocentes.
O el ex-primer ministro no se ha convertido a la Iglesia de Jesús o la Iglesia se ha convertido, renunciando a Jesús, en mercader implícito de Buhs, Aznar y Blair.
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