¿Y Ahora, qué? Cuando el mismísimo Presidente Bush confiesa que la guerra de Irak se ha llevado a cabo sobre una continuidad de mentiras, a uno le surge la pregunta: ¿y ahora, qué? Un interrogante muy simple pero que debiera agitar las conciencias para no recostarnos sobre la tranquilidad y quedarnos mirando al sol.
Más de cien mil muertos, hogares huérfanos, niños sin futuro, ancianos sin pasado, viudas sin presente. Tanta soledad sentada en las aceras preguntándose por una mano sin pistola, por un brazo sin ametralladora, por un beso sin sangre. Tanta mirada sobre el cielo esperando ver palomas y no encontrar bombarderos, necesitando una lluvia limpia desentendida de metralla asesina.
Sobre la existencia de armas de destrucción masiva y el perverso argumento de librar al mundo del peligro irakí, se construyó una lucha que a todos nos ha dejado mutilados. Todos los que estuvimos contra ella nos sentimos heridos de guerra. ¿Quién nos indemniza? ¿Quién nos venda los muñones? ¿Quién condecora la inocencia que nos llevó a la calle convencidos de que nuestro grito iba a ser escuchado, tenido en cuenta, valorado?
La guerra es siempre un fracaso de lo humano. No vale hablar de guerras pretendidamente justas. Cuando somos incapaces de sentarnos alrededor de la palabra, de abrirla como una cosecha inteligente y repartirla entre todos, no tendremos con qué saciar el hambre y nos devoraremos unos a otros. Ninguna guerra descansa sobre la verdad porque la verdad nos hace libres, nos pone de pié sobre el amor. Por el contrario los muertos necesitan la horizontalidad, carecen del apoyo de la luz y se derrumban sobre sí mismos. Pero desde su corrupción proclaman la nuestra y si fuéramos conscientes, palparíamos un nuevo deficit de humanidad: todos somos un poco menos humanos, todos estamos un poco más muertos. Los amigos de las Azores nos han disparado a todos: unos han caído ya y el resto andamos tambaleándonos borrachos de sangre digerida, "doliéndonos hasta el aliento", apoyándonos en la soledad más estéril
¿Y ahora, qué? ¿Quién nos restituye la Babilonia interior? ¿Quién nos anestesia para no sentir las torturas, los guantánamos? ¿Quién nos devuelve la libertad usurpada en aras de la seguridad? ¿Estamos más seguros de qué y contra quién? No hay respuestas porque la mentira carece de ellas. Las respuestas nunca están dentro de las mentiras. Por eso hoy no podemos esperar nada de los que nos mintieron mientras comían caviar en las Azores.
Nos pidieron adhesiones ciegas. Nos rogaron que creyéramos su verdad porque se fundaba en razones secretas de estados. Y si no accedíamos, estaba claro que éramos defensores ciegos de la barbarie de Sadán, que justificábamos las matanzas de kurdos, que seríamos responsables de los futuros 11 de setiembre.
¿Y ahora, qué? Porque por ahí andan, rodeados de guardaespaldas que custodian su indignidad, proclamando la tranquilidad de sus conciencias, gritando que aunque auparon la mentira volverían a hacer lo mismo.
Sabemos qué hacer con los asesinos. Con los SALVADORES, deberíamos ir pensándolo.
Más de cien mil muertos, hogares huérfanos, niños sin futuro, ancianos sin pasado, viudas sin presente. Tanta soledad sentada en las aceras preguntándose por una mano sin pistola, por un brazo sin ametralladora, por un beso sin sangre. Tanta mirada sobre el cielo esperando ver palomas y no encontrar bombarderos, necesitando una lluvia limpia desentendida de metralla asesina.
Sobre la existencia de armas de destrucción masiva y el perverso argumento de librar al mundo del peligro irakí, se construyó una lucha que a todos nos ha dejado mutilados. Todos los que estuvimos contra ella nos sentimos heridos de guerra. ¿Quién nos indemniza? ¿Quién nos venda los muñones? ¿Quién condecora la inocencia que nos llevó a la calle convencidos de que nuestro grito iba a ser escuchado, tenido en cuenta, valorado?
La guerra es siempre un fracaso de lo humano. No vale hablar de guerras pretendidamente justas. Cuando somos incapaces de sentarnos alrededor de la palabra, de abrirla como una cosecha inteligente y repartirla entre todos, no tendremos con qué saciar el hambre y nos devoraremos unos a otros. Ninguna guerra descansa sobre la verdad porque la verdad nos hace libres, nos pone de pié sobre el amor. Por el contrario los muertos necesitan la horizontalidad, carecen del apoyo de la luz y se derrumban sobre sí mismos. Pero desde su corrupción proclaman la nuestra y si fuéramos conscientes, palparíamos un nuevo deficit de humanidad: todos somos un poco menos humanos, todos estamos un poco más muertos. Los amigos de las Azores nos han disparado a todos: unos han caído ya y el resto andamos tambaleándonos borrachos de sangre digerida, "doliéndonos hasta el aliento", apoyándonos en la soledad más estéril
¿Y ahora, qué? ¿Quién nos restituye la Babilonia interior? ¿Quién nos anestesia para no sentir las torturas, los guantánamos? ¿Quién nos devuelve la libertad usurpada en aras de la seguridad? ¿Estamos más seguros de qué y contra quién? No hay respuestas porque la mentira carece de ellas. Las respuestas nunca están dentro de las mentiras. Por eso hoy no podemos esperar nada de los que nos mintieron mientras comían caviar en las Azores.
Nos pidieron adhesiones ciegas. Nos rogaron que creyéramos su verdad porque se fundaba en razones secretas de estados. Y si no accedíamos, estaba claro que éramos defensores ciegos de la barbarie de Sadán, que justificábamos las matanzas de kurdos, que seríamos responsables de los futuros 11 de setiembre.
¿Y ahora, qué? Porque por ahí andan, rodeados de guardaespaldas que custodian su indignidad, proclamando la tranquilidad de sus conciencias, gritando que aunque auparon la mentira volverían a hacer lo mismo.
Sabemos qué hacer con los asesinos. Con los SALVADORES, deberíamos ir pensándolo.
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