A mi hijo, inocente todavía y ojalá honesto para siempre.
He mirado largamente a mi hijo. Con el asombro de quien mira una luna llena. Aún es trigo primaveral. Calor íntimo de pan. Surco ancho pisando hacia el horizonte. Lleva en los ojos una cosecha de rosas y en las manos estrellas inocentes. Todavía tiene las espaldas limpias de muertos. Sólo sostiene amaneceres lúcidos, futuros abiertos, esperanzas blancas.
He mirado largamente a mi hijo porque ya he olvidado mirarme limpiamen
te a mí mismo. He querido abandonar mi mochila en una esquina del tiempo. Mi mochila osario de muertos propios, de muertos trasplantados, adjuntados por la globalización de la muerte. Pero ahí siguen: abrazados a las clavículas, oprimiendo enfisemas de tabacos grises. Entre mi hijo y yo se interponen los muertos que él no lleva, que yo llevo.
Pero quiero aceptar la tristeza de todos los muertos. Quiero cantarles nanas que les duerman el sueño, mecerles su levedad de ser, acunarles la ingravidez hermosa de la nada
La muerte es un derecho. Cada uno va educando (sacando de dentro) la propia muerte. Y nos va creciendo hasta su explosión gloriosa. Nadie nos la impone desde fuera. Permanece inviolable como una virgen orgullosa y sólo la fecunda la propia decisión. Los que todavía no la habían madurado andan por ahí, escondidos detrás de los claveles, procreando geranios por las terrazas.
El 11 de setiembre fue el ataque irracional a la verticalidad de unas torres que pregonaban la postura erecta del homo sapiens. Alguien decretó que el horror debe ser temido como una gran potencia. Y el 11 de marzo fue un ataque irracional contra la temporalidad de la vida, contra la cotidianeidad de la existencia: alguien decidió prohibir el andamio, la mesa de un despacho, la lectura del Marca o comprar berenjenas azules. Después llegó
la invasión de Irak, fundada en el terror de la mentira, para gloria de la trinidad blasfema de las Azores. Y los guantánamos ácidos, y las torturas redentoras, y los emperadores laureados. Y ahora nos destila el asco por el costado, por la brecha de los ojos, por las bocas tapadas con metralla.
No. No todos los terrorismos son iguales. Los hay de corbata italiana, de chilaba hambrienta, de parabellum brillante. No son iguales. Sin embargo todos nos instalan las sombras en el vientre gris del alma. Ninguno de los muertos está muerto porque no quisieron la muerte. Porque no la ejercieron. Porque el “no matarás” no es una prohibición sino una constatación. No se puede matar porque no se puede aportar a nadie una muerte ajena a sí mismo.”Morir no se muere nunca. Vivir: es esa la ley del hombre,” que decía el indio Atahualpa. De ahí el sinsentido profundo del terrorismo, su meta nunca conseguida, su fracaso en el devenir histórico. El terrorista no construye. Sólo cava fosas, consciente de que jamás será capaz de fabricar un muerto válido y reivindicarlo como un trofeo.
Otra vez será Marzo. Y otra vez será setiembre. Y cumplen años Israel, Palestina, Irak. Y aparece la palabra maniatada, ojos vendados, de rodillas. La palabra desnuda, con la pistola apuntándole la nuca. Y TODOS disparamos. Porque la palabra estorba y es necesario dinamitarla. Después la enterraremos con grandes honores en ceremonias hipócritas, tras un minuto de silencio.
Ya pueden echarle tierra. Por favor, más tierra y más y más. Porque la palabra tiende a erguirse como los cipreses, a resucitar como un cristo ilusionado, a convertirse en hierba adolescente. Y la palabra siempre nos devuelve VIVOS a los muertos. Y eso, de verdad, no nos interesa a nadie.
He mirado largamente a mi hijo. Con el asombro de quien mira una luna llena. Aún es trigo primaveral. Calor íntimo de pan. Surco ancho pisando hacia el horizonte. Lleva en los ojos una cosecha de rosas y en las manos estrellas inocentes. Todavía tiene las espaldas limpias de muertos. Sólo sostiene amaneceres lúcidos, futuros abiertos, esperanzas blancas.
He mirado largamente a mi hijo porque ya he olvidado mirarme limpiamen
te a mí mismo. He querido abandonar mi mochila en una esquina del tiempo. Mi mochila osario de muertos propios, de muertos trasplantados, adjuntados por la globalización de la muerte. Pero ahí siguen: abrazados a las clavículas, oprimiendo enfisemas de tabacos grises. Entre mi hijo y yo se interponen los muertos que él no lleva, que yo llevo.
Pero quiero aceptar la tristeza de todos los muertos. Quiero cantarles nanas que les duerman el sueño, mecerles su levedad de ser, acunarles la ingravidez hermosa de la nada
La muerte es un derecho. Cada uno va educando (sacando de dentro) la propia muerte. Y nos va creciendo hasta su explosión gloriosa. Nadie nos la impone desde fuera. Permanece inviolable como una virgen orgullosa y sólo la fecunda la propia decisión. Los que todavía no la habían madurado andan por ahí, escondidos detrás de los claveles, procreando geranios por las terrazas.
El 11 de setiembre fue el ataque irracional a la verticalidad de unas torres que pregonaban la postura erecta del homo sapiens. Alguien decretó que el horror debe ser temido como una gran potencia. Y el 11 de marzo fue un ataque irracional contra la temporalidad de la vida, contra la cotidianeidad de la existencia: alguien decidió prohibir el andamio, la mesa de un despacho, la lectura del Marca o comprar berenjenas azules. Después llegó
la invasión de Irak, fundada en el terror de la mentira, para gloria de la trinidad blasfema de las Azores. Y los guantánamos ácidos, y las torturas redentoras, y los emperadores laureados. Y ahora nos destila el asco por el costado, por la brecha de los ojos, por las bocas tapadas con metralla.
No. No todos los terrorismos son iguales. Los hay de corbata italiana, de chilaba hambrienta, de parabellum brillante. No son iguales. Sin embargo todos nos instalan las sombras en el vientre gris del alma. Ninguno de los muertos está muerto porque no quisieron la muerte. Porque no la ejercieron. Porque el “no matarás” no es una prohibición sino una constatación. No se puede matar porque no se puede aportar a nadie una muerte ajena a sí mismo.”Morir no se muere nunca. Vivir: es esa la ley del hombre,” que decía el indio Atahualpa. De ahí el sinsentido profundo del terrorismo, su meta nunca conseguida, su fracaso en el devenir histórico. El terrorista no construye. Sólo cava fosas, consciente de que jamás será capaz de fabricar un muerto válido y reivindicarlo como un trofeo.
Otra vez será Marzo. Y otra vez será setiembre. Y cumplen años Israel, Palestina, Irak. Y aparece la palabra maniatada, ojos vendados, de rodillas. La palabra desnuda, con la pistola apuntándole la nuca. Y TODOS disparamos. Porque la palabra estorba y es necesario dinamitarla. Después la enterraremos con grandes honores en ceremonias hipócritas, tras un minuto de silencio.
Ya pueden echarle tierra. Por favor, más tierra y más y más. Porque la palabra tiende a erguirse como los cipreses, a resucitar como un cristo ilusionado, a convertirse en hierba adolescente. Y la palabra siempre nos devuelve VIVOS a los muertos. Y eso, de verdad, no nos interesa a nadie.
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