lunes, 6 de octubre de 2008

OSCURA SANTIDAD

Cuando escribo un artículo o doy una conferencia, suelo citar a autores para apoyar la tesis que defiendo o para mostrar mi claro desacuerdo con lo expuesto por ellos. Pero siempre dejo bien clara mi pretensión.

Ratisbona. El Papa cita la tesis de un emperador bizantino que describe el negro panorama que se desprende de la doctrina de Mahoma y en consecuencia de sus seguidores. Ratzinger no desaprueba esa tesis y en consecuencia se deduce su sintonía con ella.

Está servida la polémica. El mundo musulmán se siente ofendido y reacciona violentamente en unos casos y con cierta comprensión en otros. Se ha repetido hasta la saciedad que el Papa ha pedido disculpas. Pero en realidad no ha sido así. Ha apelado a un mal entendido por parte de todos los que escuchamos sus palabras. Los medios de comunicación se han poblado de Obispos y portavoces que han tratado de convencer a la audiencia de que la preocupación del Papa era convocar al diálogo a dos importantes religiones por las que siente un profundo respeto, pero que en ningún caso dijo lo que dijo. Simplemente todos entendimos de forma equivocada una expresión correcta de su discurso.

¿Por qué la necesidad de no admitir un posible error en las expresiones papales? ¿Por qué esa defensa casi idolátrica de las ideas del Sumo Pontífice? Todos deberíamos tomar conciencia de que buscamos la verdad apoyándonos en los barandales de una indigencia ontológica que nos coloca en la provisionalidad absoluta. Mi conciencia de pobreza se hace solidaria de los demás en la medida en que soy consciente de que sólo con ellos peregrino hacia una plenitud. Sin esta profunda visión de búsqueda, cobra cuerpo el orgullo de quien se siente poseedor absoluto de la verdad, que no necesita del prójimo para avanzar hacia un horizonte claro, utópico y prematuro.

Historicamente, la Jerarquía eclesiástica se ha sentido autosuficiente en sus consecuciones y en su magisterio hasta el punto de atribuir una infalibilidad a su cabeza suprema y a proclamar que fuera de su verdad no hay salvación. Esta actitud no se compadece con un Cristo fracasado en la cruz, prójimo del hombre peregrino, esperanza de un amor cada día inaugurado y cada día necesitado de una luz resucitada.

La fe es capacidad de dudar. La quietud de la certeza sólo pertenece a los muertos. La vida es búsqueda infatigable, agotadora, pero reconfortante. El núcleo de lo humano no está nunca alcanzado, sino que es tarea siempre inconclusa.




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