Hermosas las grutas asturianas. Barandales verdes para apoyar la mirada y que los ojos caminen hasta una Covadonga suprema. Allí España es norte. Granada al fondo con boabdiles y alhambras. Giraldas verticales. Mezquitas de Córdoba lejana y sola. Y así, escalando por todos los reinos hasta terminar en Asturias. España monolítica, cristiana, eucarística. España solemne de palios bordados, de custodias de Arfe, de Cristos velazquianos. De Queipos de llanos y Sanjurjos. De Macarena capitana generala y de capitán general Francisco Franco. España reconquistada. Reyes Católicos al frente. Con judíos expulsados. Sin inmigrantes que contaminen la pureza de la sangre ibérica. Santiago matamoros. Santiago y cierra España, bien hermética, hedonista, reflexiva sobre sí misma. Fiesta de la raza. Agustinas de Aragón dispuestas a santas cruzadas contra hordas judeomasónicas. Con Cañizares y Roucos, Sebastianes y Martínez Caminos como guardianes de las conciencias, conductores de los caminos patrios, estrellas polares para descarriados. Conquistadores de mundos gauchos, de pachamama ubérrima, de sangre morena de indios sometidos. En Covadonga es todo luz porque en el imperio no se pone el sol. Esta es la España una, grande y libre que sueñan los Obispos y que tratan de reconstruir. La Iglesia siempre ha confundido unidad con uniformidad haciendo del latín un vínculo lingüístico hipostático, obligando al senegalés a vestir ropajes occidentales con una absoluta falta de respeto hacia costumbres, signos y símbolos no europeos. Y con esta mentalidad siguen orientando la interioridad de los sometidos, temerosos de la improvisación, del riesgo, de la aventura humana siempre abierta al infinito. Pelayo sigue revestido de pontifical, pectoral de pobre Jesús crucificado, mitra constantiniana por las afueras de la historia.
Los españoles salimos de la oscuridad de una dictadura y empezamos la andadura hacia unos valores hasta entonces impensables. Nos dimos una Constitución que reconoce la diversidad que nos constituye, la cooficialidad de lenguas como un Pentecostés laico, el amor a los homosexuales y el reconocimiento de su derecho al amor, proclamamos el valor de la mujer como mujer, hicimos de la conciencia una apertura inalienable, de la palabra una libertad y de la libertad una esencia inexpugnable. Y así vamos, alegres del camino emprendido, haciéndolo día a día, con el asombro de cada amanecer, con el desafío de la utopía entre los ojos, con la alegría de lo siempre inacabado, con la permanente resurrección de cada hombre, con la creación de una horizonte limpio. Inventamos la humildad que nos lleva al diálogo, al intercambio, al mutuo enriquecimiento. Abandonamos, ojalá para siempre, los dogmatismos de lo inmutable. Aprendimos a dudar, a tener fe en el otro, a considerarlo creador de futuro. Decidimos arrimar el hombro convencidos de que otro mundo es posible, de que la injusticia puede ser vencida, de que la investigación es una llamada de la profundidad, de que la hondura sin fondo es lo innombrablemente humano, de que cada hombre es el misterio, el interrogante, la más bella hechura. Algunos han convocado a Dios como prójimo, un Dios que no es pasión inútilmente sartriana, sino buceador de rosas imposibles y por imposibles más bellas. Hemos aprendido a preguntarle por el mar al mar sin pretender más respuestas que brisas informes, que olas irregulares, que mareas inciertas.
Señores Obispos: no me guíen, no me orienten, no predeterminen mi existencia. Vengan, si son capaces, a lo impredecible que va del ser al ser.
Los españoles salimos de la oscuridad de una dictadura y empezamos la andadura hacia unos valores hasta entonces impensables. Nos dimos una Constitución que reconoce la diversidad que nos constituye, la cooficialidad de lenguas como un Pentecostés laico, el amor a los homosexuales y el reconocimiento de su derecho al amor, proclamamos el valor de la mujer como mujer, hicimos de la conciencia una apertura inalienable, de la palabra una libertad y de la libertad una esencia inexpugnable. Y así vamos, alegres del camino emprendido, haciéndolo día a día, con el asombro de cada amanecer, con el desafío de la utopía entre los ojos, con la alegría de lo siempre inacabado, con la permanente resurrección de cada hombre, con la creación de una horizonte limpio. Inventamos la humildad que nos lleva al diálogo, al intercambio, al mutuo enriquecimiento. Abandonamos, ojalá para siempre, los dogmatismos de lo inmutable. Aprendimos a dudar, a tener fe en el otro, a considerarlo creador de futuro. Decidimos arrimar el hombro convencidos de que otro mundo es posible, de que la injusticia puede ser vencida, de que la investigación es una llamada de la profundidad, de que la hondura sin fondo es lo innombrablemente humano, de que cada hombre es el misterio, el interrogante, la más bella hechura. Algunos han convocado a Dios como prójimo, un Dios que no es pasión inútilmente sartriana, sino buceador de rosas imposibles y por imposibles más bellas. Hemos aprendido a preguntarle por el mar al mar sin pretender más respuestas que brisas informes, que olas irregulares, que mareas inciertas.
Señores Obispos: no me guíen, no me orienten, no predeterminen mi existencia. Vengan, si son capaces, a lo impredecible que va del ser al ser.
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