Quienes hayan pasado por la Facultad de Derecho recordarán cómo se definían la Iglesia y el Estado. Ambos eran sociedades perfectas. En consecuencia, las dos guardaban un paralelismo en cuanto a sus estructuras, medios y fines. Eran evidentemente otros tiempos. Pero de aquellos tiempos venimos, y somos consecuencia de aquellas concepciones. Desde un punto de vista legal cada una poseía sus códigos: el civil y el canónico. Existían medios de comunicación que pertenecían a sus distintas esferas. El YA lo editaba la editorial católica y nada tenía que ver en teoría con el Alcázar.
Y sobre todo la Iglesia partía de la mentalidad de que tenía estricto derecho a poseer las mismas facultades que la sociedad civil. Y dado que existían universidades del estado, debían existir universidades católicas, prensa y escuelas civiles y cristianas, No obstante este paralelismo no era tal. Siempre existió por parte de la Iglesia la necesidad de entrometerse, de inspirar y dirigir la sociedad civil porque ésta debía estar sometida, inspirada y dirigida por el ideario cristiano. El Concordato fue la eclosión de esta visión emanada de una guerra y posterior dictadura definidas como cruzadas. Era la cúspide del nacionalcatolicismo. Y Franco proponía los candidatos al episcopado vetando a los no especialmente adictos al régimen y los Obispos designados bendecían las decisiones del Caudillo. Franco y el Espíritu Santo nombraban los cargos eclesiásticos y ambos decidían que el Dictador lo era por la gracia de Dios. Y así durante cuarenta años.
Llegó el Concilio Vaticano II y aquellos años que se llamaron tardofranquismo. Se imponía el giro. Juan XXIII y Pablo VI no comulgaron con el empedernido habitante de El Pardo. El Papa Montini se manifestó contrario a los fusilamientos de Hoyos del Manzanares. Y la campaña contra la persona del Papa tuvo el contrapunto de las adhesiones multitudinarias en la Plaza de Oriente y en todas las capitales españolas. El Obispo Añoveros estuvo a punto de ser desterrado y la cárcel de Zamora se llenó de curas subversivos. A Tarancón se le aplastaba contra el paredón y aquella concubina unidad Iglesia-Estado se resquebrajó hasta el punto de presiagiarse un divorcio.
Murió Franco y con él España debió enterrar toda una época. La democracia inició una Constitución y un nuevo camino. Pero ahí están los nostálgicos capitaneados por una Jerarquía católica arraigada en la añoranza, exigente de beneficios y prebendas propias de la dictadura pero incompatibles con un estado aconfesional como el actual. Derechos civiles como los matrimonios homosexuales, el divorcio, el aborto, etc. eran impensables en un estado dictatorial sometido por razones de subsistencia a la Iglesia, obediente por iguales e inconfesables razones a una dictadura. Y cuando la Iglesia, partidos políticos u organizaciones de cualquier tipo no los aceptan, deben ser consecuentes y asumir que están reclamando, desde la añoranza más inexplicable, un régimen como el anterior.
Es urgente que reflexionen ciertos líderes civiles y religiosos. El hoy de España no es, no queremos que sea, el que sufrimos ayer. Se deben sentar Rouco y Cañizares, Aznar y Rajoy. Que alguien les sirva un café caliente para sobrellevar la orfandad. Pero que nadie espere al Espíritu Santo.
Y sobre todo la Iglesia partía de la mentalidad de que tenía estricto derecho a poseer las mismas facultades que la sociedad civil. Y dado que existían universidades del estado, debían existir universidades católicas, prensa y escuelas civiles y cristianas, No obstante este paralelismo no era tal. Siempre existió por parte de la Iglesia la necesidad de entrometerse, de inspirar y dirigir la sociedad civil porque ésta debía estar sometida, inspirada y dirigida por el ideario cristiano. El Concordato fue la eclosión de esta visión emanada de una guerra y posterior dictadura definidas como cruzadas. Era la cúspide del nacionalcatolicismo. Y Franco proponía los candidatos al episcopado vetando a los no especialmente adictos al régimen y los Obispos designados bendecían las decisiones del Caudillo. Franco y el Espíritu Santo nombraban los cargos eclesiásticos y ambos decidían que el Dictador lo era por la gracia de Dios. Y así durante cuarenta años.
Llegó el Concilio Vaticano II y aquellos años que se llamaron tardofranquismo. Se imponía el giro. Juan XXIII y Pablo VI no comulgaron con el empedernido habitante de El Pardo. El Papa Montini se manifestó contrario a los fusilamientos de Hoyos del Manzanares. Y la campaña contra la persona del Papa tuvo el contrapunto de las adhesiones multitudinarias en la Plaza de Oriente y en todas las capitales españolas. El Obispo Añoveros estuvo a punto de ser desterrado y la cárcel de Zamora se llenó de curas subversivos. A Tarancón se le aplastaba contra el paredón y aquella concubina unidad Iglesia-Estado se resquebrajó hasta el punto de presiagiarse un divorcio.
Murió Franco y con él España debió enterrar toda una época. La democracia inició una Constitución y un nuevo camino. Pero ahí están los nostálgicos capitaneados por una Jerarquía católica arraigada en la añoranza, exigente de beneficios y prebendas propias de la dictadura pero incompatibles con un estado aconfesional como el actual. Derechos civiles como los matrimonios homosexuales, el divorcio, el aborto, etc. eran impensables en un estado dictatorial sometido por razones de subsistencia a la Iglesia, obediente por iguales e inconfesables razones a una dictadura. Y cuando la Iglesia, partidos políticos u organizaciones de cualquier tipo no los aceptan, deben ser consecuentes y asumir que están reclamando, desde la añoranza más inexplicable, un régimen como el anterior.
Es urgente que reflexionen ciertos líderes civiles y religiosos. El hoy de España no es, no queremos que sea, el que sufrimos ayer. Se deben sentar Rouco y Cañizares, Aznar y Rajoy. Que alguien les sirva un café caliente para sobrellevar la orfandad. Pero que nadie espere al Espíritu Santo.
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