Juan G. Bedoya escribe en el País correspondiente al 1 de Junio de 2.008: “Rouco entró a los diez años en el seminario de Mondoñedo y desde entonces no ha hecho más que pensar y hablar en cristiano” El comentario viene a propósito de un libro escrito por José María Zabala, aunque no publicado por orden expresa del propio Cardenal de Madrid.
No se trata de comentar el libro de Zabala que naturalmente desconozco. Pero sí de mostrar mi desacuerdo con Juan G. Bedoya cuando afirma que el Cardenal sólo piensa y habla en cristiano desde su más tierna infancia.
Afirmar que la educación para la ciudadanía no es constitucional, que en España no se respetan algunos derechos fundamentales porque no son coincidentes con las exigencias de una jerarquía anclada en el sexo, rebelarse contra la investigación científica, contra los derechos de la mujer sobre su propio ser, no es pensar ni hablar desde el cristianismo evangélico.
Condenar la homosexualidad, gritar que la Iglesia está perseguida, convertir en inmoral toda decisión que no cuadre con una visión estática de la historia, anatematizar una visión política enfrentándola a unos dogmas, erigirse en maestro de la verdad única sin respetar el esfuerzo de los pueblos por construir su propio destino, es seguir tomando el nombre de Dios en vano desde la atalaya de un complejo de superioridad incompatible con la madurez humana.
El cristianismo no es el resultado de un entramado de normas canónicas. Es más bien un proyecto abierto al hombre y para el hombre en el que está implicado Jesús de Nazaret. Lo humano es siempre el misterio, lo inacabado, lo inabarcable. Sobre el vértigo de la libertad, el hombre se construye a sí mismo y a sí mismo se concibe como la sorpresa infinita que eclosiona en la muerte.
La hechura del misterio no responde a ninguna ley natural, prefijada, inamovible. Esta visión estática cosifica al hombre y le priva del dinamismo histórico, del devenir propio de todo lo sorprendentemente viviente.
La Jerarquía de la Iglesia se ha instalado en el temor, el miedo, el catastrofismo. Vive siempre a la defensiva. Todo lo que no puede ser dominado desde su autoridad mitrada es condenable. Ignora que la construcción del mundo exige desbrozar el presente, con el gozo intimo del buscador, para lograr un mañana más justo, más humano y humanizante.
¿España descristianizada? Tal vez España madura, responsable de sus decisiones, donde también el cristiano debe arrimar el hombro, pero sin privilegios, sin tutelas de conciencia, a la intemperie.
Dios, como el hombre, es siempre una pregunta. Nunca la tranquilidad de una respuesta.
No se trata de comentar el libro de Zabala que naturalmente desconozco. Pero sí de mostrar mi desacuerdo con Juan G. Bedoya cuando afirma que el Cardenal sólo piensa y habla en cristiano desde su más tierna infancia.
Afirmar que la educación para la ciudadanía no es constitucional, que en España no se respetan algunos derechos fundamentales porque no son coincidentes con las exigencias de una jerarquía anclada en el sexo, rebelarse contra la investigación científica, contra los derechos de la mujer sobre su propio ser, no es pensar ni hablar desde el cristianismo evangélico.
Condenar la homosexualidad, gritar que la Iglesia está perseguida, convertir en inmoral toda decisión que no cuadre con una visión estática de la historia, anatematizar una visión política enfrentándola a unos dogmas, erigirse en maestro de la verdad única sin respetar el esfuerzo de los pueblos por construir su propio destino, es seguir tomando el nombre de Dios en vano desde la atalaya de un complejo de superioridad incompatible con la madurez humana.
El cristianismo no es el resultado de un entramado de normas canónicas. Es más bien un proyecto abierto al hombre y para el hombre en el que está implicado Jesús de Nazaret. Lo humano es siempre el misterio, lo inacabado, lo inabarcable. Sobre el vértigo de la libertad, el hombre se construye a sí mismo y a sí mismo se concibe como la sorpresa infinita que eclosiona en la muerte.
La hechura del misterio no responde a ninguna ley natural, prefijada, inamovible. Esta visión estática cosifica al hombre y le priva del dinamismo histórico, del devenir propio de todo lo sorprendentemente viviente.
La Jerarquía de la Iglesia se ha instalado en el temor, el miedo, el catastrofismo. Vive siempre a la defensiva. Todo lo que no puede ser dominado desde su autoridad mitrada es condenable. Ignora que la construcción del mundo exige desbrozar el presente, con el gozo intimo del buscador, para lograr un mañana más justo, más humano y humanizante.
¿España descristianizada? Tal vez España madura, responsable de sus decisiones, donde también el cristiano debe arrimar el hombro, pero sin privilegios, sin tutelas de conciencia, a la intemperie.
Dios, como el hombre, es siempre una pregunta. Nunca la tranquilidad de una respuesta.
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