Gobiernos de derechas y de izquierdas han coincidido a lo largo de la democracia en pedir a los Obispos que se limiten a hablar de la vida religiosa, pero que no entren en el terreno político porque éste les es ajeno. Muy por el contrario, los Obispos han seguido dando su visión de los acontecimientos. Y creo que tienen derecho a hacerlo por varias razones. En primer lugar, la Constitución no excluye a nadie de la responsabilidad de aportar su esfuerzo en la construcción del país. Y en segundo lugar, la democracia no puede privarse a sí misma de la aportación ciudadana venga de quien venga.
Sentados estos dos principios, hay que ser consecuentes y asumir que cuando se construye un cuerpo doctrinal hay que asumir el posible desacuerdo del interlocutor. Por tanto toda exposición debe ir impregnada de la humildad suficiente como para interiorizar la no aceptación del entorno.
Y aquí es donde veo el pecado episcopal. Los Obispos siempre hablan desde la superioridad que les da su convencimiento de ser poseedores únicos de la verdad. Y esta posición comporta un complejo de superioridad que no se compadece con la búsqueda continua que la sociedad tiene que hacer de su camino. Los Obispos tienen derecho a hablar pero desde la projimidad fraternal con el resto de la ciudadanía y no desde el pedestal de un absolutismo dogmático. Y siempre con la clara conciencia de que su palabra encierra una provisionalidad. La misma provisionalidad que la de cualquier otro ciudadano que desde la honradez colabora en el quehacer político.
Por otra parte los Obispos deben tomar conciencia de que las coordenadas legales que rigen un país emanan del Parlamento (residencia auténtica de la palabra) donde los elegidos libre y soberanamente por el pueblo ejercen la representación de toda la ciudadanía y en consecuencia tiene la misión de proclamar derechos y obligaciones que a todos nos afectan.
Los Obispos no pueden ejercer a modo de sociedad paralela, y mucho menos superior, pretendiendo una influencia que sobrepase ni iguale a la del Parlamento. No están en condiciones de exigir el cumplimiento de unas enseñanzas enfrentadas con derechos adquiridos. Piénsese, por ejemplo, en el matrimonio homosexual, la investigación científica, el papel de la mujer en cuanto mujer nunca aceptada y siempre proscrita por la Iglesia. Ellos no han sido elegidos como representantes de nadie. Ni siquiera han sido elegidos por los propios creyentes, pero será una decisión de éstos acatar sus directrices. Derechos impensables en otros momentos tienen hoy una vigencia irrenunciable. Y estos derechos emanan no del poder divino ni de una pretendida ley natural, sino del devenir de las sociedades y su historia.
Tal complejo de superioridad le viene dada a los Obispos por ese autoconvencimiento de posesión exclusiva de la verdad que antes apuntaba, y por una añoranza enfermiza de la actitud de nacionalcatolicismo vivida durante cuarenta años. Los Obispos no han aceptado el paso de una dictadura a una democracia. La dictadura fue fruto de una cruzada por ellos proclamada y durante años sostenida por turbios y concubinos intereses. Hoy vivimos una Constitución aconfesional, hemos creado derechos impensable hasta hace poco y estamos decididos a ejercerlos y ampliarlos en la medida en que la sociedad los exija. Independientemente de la aprobación o condena de los Obispos. La advertencia del portavoz de Martínez Caminos de que el poder civil no puede juzgar al representante episcopal de la diócesis de Granada, demandado por acoso hacia un sacerdote, responde a una orgullosa complacencia propia de los tiempos del franquismo cuando se acudía al consabido Usted no sabe con quién está hablando.
Los Obispos no han aceptado tampoco la transición de un pueblo de súbditos a un pueblo de ciudadanos. Sujetos de derechos y obligaciones. La asunción de ese paso les daría una dignidad que no pueden recuperar mientras sigan viviendo instalados en un complejo de superioridad que como siempre tiene más de complejo que de superioridad.
Sentados estos dos principios, hay que ser consecuentes y asumir que cuando se construye un cuerpo doctrinal hay que asumir el posible desacuerdo del interlocutor. Por tanto toda exposición debe ir impregnada de la humildad suficiente como para interiorizar la no aceptación del entorno.
Y aquí es donde veo el pecado episcopal. Los Obispos siempre hablan desde la superioridad que les da su convencimiento de ser poseedores únicos de la verdad. Y esta posición comporta un complejo de superioridad que no se compadece con la búsqueda continua que la sociedad tiene que hacer de su camino. Los Obispos tienen derecho a hablar pero desde la projimidad fraternal con el resto de la ciudadanía y no desde el pedestal de un absolutismo dogmático. Y siempre con la clara conciencia de que su palabra encierra una provisionalidad. La misma provisionalidad que la de cualquier otro ciudadano que desde la honradez colabora en el quehacer político.
Por otra parte los Obispos deben tomar conciencia de que las coordenadas legales que rigen un país emanan del Parlamento (residencia auténtica de la palabra) donde los elegidos libre y soberanamente por el pueblo ejercen la representación de toda la ciudadanía y en consecuencia tiene la misión de proclamar derechos y obligaciones que a todos nos afectan.
Los Obispos no pueden ejercer a modo de sociedad paralela, y mucho menos superior, pretendiendo una influencia que sobrepase ni iguale a la del Parlamento. No están en condiciones de exigir el cumplimiento de unas enseñanzas enfrentadas con derechos adquiridos. Piénsese, por ejemplo, en el matrimonio homosexual, la investigación científica, el papel de la mujer en cuanto mujer nunca aceptada y siempre proscrita por la Iglesia. Ellos no han sido elegidos como representantes de nadie. Ni siquiera han sido elegidos por los propios creyentes, pero será una decisión de éstos acatar sus directrices. Derechos impensables en otros momentos tienen hoy una vigencia irrenunciable. Y estos derechos emanan no del poder divino ni de una pretendida ley natural, sino del devenir de las sociedades y su historia.
Tal complejo de superioridad le viene dada a los Obispos por ese autoconvencimiento de posesión exclusiva de la verdad que antes apuntaba, y por una añoranza enfermiza de la actitud de nacionalcatolicismo vivida durante cuarenta años. Los Obispos no han aceptado el paso de una dictadura a una democracia. La dictadura fue fruto de una cruzada por ellos proclamada y durante años sostenida por turbios y concubinos intereses. Hoy vivimos una Constitución aconfesional, hemos creado derechos impensable hasta hace poco y estamos decididos a ejercerlos y ampliarlos en la medida en que la sociedad los exija. Independientemente de la aprobación o condena de los Obispos. La advertencia del portavoz de Martínez Caminos de que el poder civil no puede juzgar al representante episcopal de la diócesis de Granada, demandado por acoso hacia un sacerdote, responde a una orgullosa complacencia propia de los tiempos del franquismo cuando se acudía al consabido Usted no sabe con quién está hablando.
Los Obispos no han aceptado tampoco la transición de un pueblo de súbditos a un pueblo de ciudadanos. Sujetos de derechos y obligaciones. La asunción de ese paso les daría una dignidad que no pueden recuperar mientras sigan viviendo instalados en un complejo de superioridad que como siempre tiene más de complejo que de superioridad.
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