Traje recién planchado y corbata a juego. Brillantes los zapatos. Pelo ajustado a la sonrisa más juvenil que nunca. De una aparición se trata y conviene estar a tono con la diosa que bajará del coche de lujo. Parece Zapatero un colegial reformado, deseoso de una reinserción en el imperio, sin rastro de orgullo patrio, dispuesto a recibir el castigo de repetir cien mil veces un acto de contrición por haber ofendido al Señor de los ejércitos.
Pisa, morena, pisa con garbo. Nuestra Señora Rice. Poderosa ella. Mediadora ella. Escoltada de marines, de aviones, de tanques. Apartando cadáveres con su pié delicado, con sus zapatos que prodigan tiros de gracia, alargando una mano acostumbrada a firmar sentencias contra los pueblos, hambres indefinidas contra los pueblos, cercos económicos contra los pueblos. Aparta a manotazos los niños de bocas abiertas, de estómagos famélicos. Le sonríe a Zapatero como le sonríe a los muertos de Irak, a los muertos palestinos. Emperatriz de la miseria, de la ignominia, del vómito justiciero. Y Zapatero bajando escalinatas, saliendo al encuentro glorioso, rindiendo honores a la barbarie del imperio.
Que viene Rice. Incapaz de comprender que un Presidente español se trajera las tropas de Irak porque aquí había madres llorosas, novias prematuramente viudas, chavales que saludaban militarmente a padres distantes antes de ir al colegio. Incapaz de comprender que un Presidente español tuviera dignidad suficiente para negarse a ser cómplice de un genocidio y a ser consecuente con una palabra comprometida. Incapaz de comprender que un Presidente español se negara a poner los pies encima de la mesa del despacho oval, sin Azores paradisíacas, sin sometimientos al emperador, negándose a canjear petróleo por muertos, riqueza por sangre, complicidad por distinciones. Eso quedaba para los del rincón de la historia, que beben riojas a placer y conducen a velocidades de muerte. Eso queda para los que aplauden una guerra en el Congreso de los Diputados por el orgasmo alcanzado con una novia prohibida.
Ocho horas de presencia. Demasiadas horas para aguantar la altanería de la copropietaria del mundo, de la emperatriz consorte, de la alcaldesa de la muerte. Demasiadas horas para soportar el chantaje de la dama que guarda un saludo reconfortante de Bush, un mensaje de acercamiento de Bush, una posible entrevista de Bush. Y Zapatero, funambulista de traje planchado, corbata a juego, zapatos relucientes. Sonriente sin llegar a adúltero, dejándose querer sin prostituirse, regalando aznares-y-anas-palacios. Aznar-pin para embellecer solapas y anas-palacios-de-otros-tiempos y rajoy-abanico con toritos negros para el televisor de Condoldeza.
Vino Rice y se fue. Y nos dejó su eterna estela de muertos, descargados de su conciencia, reluciente como los zapatos y el traje planchado y la corbata a juego.
Que alguien tire rosas al tendido y brinde por la dignidad de un pueblo.
Pisa, morena, pisa con garbo. Nuestra Señora Rice. Poderosa ella. Mediadora ella. Escoltada de marines, de aviones, de tanques. Apartando cadáveres con su pié delicado, con sus zapatos que prodigan tiros de gracia, alargando una mano acostumbrada a firmar sentencias contra los pueblos, hambres indefinidas contra los pueblos, cercos económicos contra los pueblos. Aparta a manotazos los niños de bocas abiertas, de estómagos famélicos. Le sonríe a Zapatero como le sonríe a los muertos de Irak, a los muertos palestinos. Emperatriz de la miseria, de la ignominia, del vómito justiciero. Y Zapatero bajando escalinatas, saliendo al encuentro glorioso, rindiendo honores a la barbarie del imperio.
Que viene Rice. Incapaz de comprender que un Presidente español se trajera las tropas de Irak porque aquí había madres llorosas, novias prematuramente viudas, chavales que saludaban militarmente a padres distantes antes de ir al colegio. Incapaz de comprender que un Presidente español tuviera dignidad suficiente para negarse a ser cómplice de un genocidio y a ser consecuente con una palabra comprometida. Incapaz de comprender que un Presidente español se negara a poner los pies encima de la mesa del despacho oval, sin Azores paradisíacas, sin sometimientos al emperador, negándose a canjear petróleo por muertos, riqueza por sangre, complicidad por distinciones. Eso quedaba para los del rincón de la historia, que beben riojas a placer y conducen a velocidades de muerte. Eso queda para los que aplauden una guerra en el Congreso de los Diputados por el orgasmo alcanzado con una novia prohibida.
Ocho horas de presencia. Demasiadas horas para aguantar la altanería de la copropietaria del mundo, de la emperatriz consorte, de la alcaldesa de la muerte. Demasiadas horas para soportar el chantaje de la dama que guarda un saludo reconfortante de Bush, un mensaje de acercamiento de Bush, una posible entrevista de Bush. Y Zapatero, funambulista de traje planchado, corbata a juego, zapatos relucientes. Sonriente sin llegar a adúltero, dejándose querer sin prostituirse, regalando aznares-y-anas-palacios. Aznar-pin para embellecer solapas y anas-palacios-de-otros-tiempos y rajoy-abanico con toritos negros para el televisor de Condoldeza.
Vino Rice y se fue. Y nos dejó su eterna estela de muertos, descargados de su conciencia, reluciente como los zapatos y el traje planchado y la corbata a juego.
Que alguien tire rosas al tendido y brinde por la dignidad de un pueblo.
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