LA VIEJA HISTORIA DE UNA HISTORIA
NUEVA
La historia se repite. Una frase deshecha de tan hecha
como está y que hace de la historia una noria absurda, estatificada, convertida
en una piedra dura, inamovible, pesada, que abandonamos hartos de un esfuerzo
inútil por cambiarla u orientarla hacia un nuevo horizonte. La historia se
repite. La oímos cien veces a lo largo del día, en labios acríticos, agrietados
de aburrimiento, hastiados de iniciar una ruta que haga del tiempo un elemento
dinámico que camina hacia donde el elemento humano le indique porque ha tomado
conciencia de su papel de artífice, de hacedor de acontecimientos capaces de un
discurrir lineal y un desprecio de la concepción de cangilones repetitivos,
pálido el tiempo de ser tiempo.
Todos los partidarios de la historia como repetición
de sí misma son espíritus pobres, carentes de conciencia de aventura, cobardes
de lo que Laín Entralgo denominó “la empresa de ser hombre” Esta actitud es muy
propia de los políticos españoles. Demuestran un miedo patológico cuando
alguien se atreve a proclamar la linealidad del quehacer humano y la conversión
de ese quehacer en historia política. Se han hundido en su visión de salvadores
de todo y de todos y no quieren ser conscientes de que sus raíces están
podridas hasta el punto de que cualquier viento de novedad puede tumbarlos para
siempre y sepultarlos en el olvido más profundo. A Franco, dedicado a ser noria
de sí mismo, nuestros hijos no lo conocen y nosotros, los mayores, no podemos
recordarlo más que por su destructora postura de la libertad y por las cunetas
cuajadas de esqueletos inocentes.
Estamos en tiempos de elecciones. Ahí están los
partidos que alguien llamó dinásticos porque parecen ser continuadores de nadie
sabe exactamente qué. Porque la extrema derecha fundada por Fraga resulta ser
ahora “centro derecha” y la que debía
ser la izquierda de Pablo Iglesias es “centro izquierda”.
Cuando a los sustantivos de derechas o izquierdas hay
que adherirle los adjetivos de centro, estamos hablando de la vergüenza de
aceptar ser derecha extrema o izquierda-izquierda. Ortega renunciaba a sufrir
hemiplejias políticas. Estos partidos con peso histórico han ido renegando de su ayer y se han
convertido en entes muy similares, coincidentes a veces hasta el extremo de
unirse a escondidas para modificar la Constitución y cambiar el rumbo de la
economía y las consecuencias que ese cambio ha arrastrado.
De repente surgen nuevos partidos. Traen en sus
mochilas muchos defectos, es verdad. De ahí su necesidad de cambios de
enunciados, de rectificaciones, de virajes que van a veces del entusiasmo al
desaliento. A todos nos repugna la visión de un joven convertido en anciano en
sus expresiones orales, en sus propósitos inalterables, en su univocidad
impropia de la hermosa tarea de ser joven. Han dejado atrás el traje Armani, el
loewe, la corbata de seda y los mocasines italianos. Han aprovechado las
rebajas, la camisa de diez euros y zapatillas no elegantes de las que hacen
niños de ocho años en países lejanos y que después son vendidas a setenta y
cinco euros por empresarios que empezaron de la nada y ahora son clase alta
“porque se han hecho a sí mismos” y son
dignos de admiración.
Estos jóvenes hablan de reparto de bienes, de urgente
ayuda a ciudadanos sin recursos, de la obscenidad de los desahucios, de la
desigualdad de salarios y trabajos, de la chavalería sin futuro, de los padres
y madres que no tienen un trozo de pan para sus hijos. Y dicen que no es así la
vida, que hemos sembrado la injusticia porque le conviene a una minoría, que
hay que repartir los bienes de la tierra, que los derechos son patrimonio de
todos y no de unos pocos. Llegan gritando que la utopía es una verdad
prematura, pero verdad, que la palabra, como el pan, es patrimonio de todos,
que los que vienen de fuera son hermanos, que los hombre y las mujeres poseen
la suprema igualdad de la diferencia, que el amor está por encima de la banca,
de las inversiones, de la prima de riesgo.
Y entonces los partidos dinásticos que son de derecha
pero de centro, de izquierda pero de centro, se sientan en el casino del pueblo
a fumar y a ver pasar ese entusiasmo de juventud, mochilas de futuro, voz de
mañanas renovadas, de horizontes recién hechos, ricos de humanidad como un pan
caliente y sonríen con el desprecio del que tiene claro que la historia hay que
repetirla porque les ha ido bien siendo noria, girando sobre sí mismos. Y les
echan en cara el delito de ser jóvenes, del pecado de la improvisación, de que
la veteranía es un grado, de que deben cuidar las formas porque no es decente
ir en autobús cuando lo elegante de un político es que un chofer servilista les
abra la puerta y se instalen en el asiento de piel del Mercedes para hablar con
la amante.
Algunos son fotocopiadores de la historia. Otros son
inventores de un mañana fecundo.