lunes, 13 de octubre de 2008

TOTALITARISMO Y DIGNIDAD

Cuando preguntamos qué es el hombre, estamos sitiándolo, amurallándolo hasta tal punto que termina destruido. Porque el hombre no es, sino que deviene. Lo humano siempre está llegando a serlo. El hombre pregunta por sí mismo, es siempre el dato penúltimo, y se hace en la medida que tiene conciencia clara de estar llegando a ser.

Este quehacerse con los demás es la tarea política en el sentido noble del término, en cuanto construye la ciudad habitable para todos.

Este dinamismo existencial lo ignora el Arzobispo de Valencia, Agustín Gascó, cuando con una simpleza absoluta nos previene que si la política pretende ocupar el lugar de Dios, genera una práctica social monstruosa y termina en totalitarismo. En su visión cosificada de lo humano no cabe realmente el hombre ni la política. Tal vez eso explique el totalitarismo (ahora sí) dogmático en el que se mueve con la proclamación de una ley natural que vincula la conciencia humana a Dios, sin permitirle una iniciativa en libertad y convirtiendo la existencia en una determinista respuesta a los designios de un Dios, no prójimo, sino dominador.

Todo totalitarismo aplasta la dignidad. No registra la historia reciente esa lucha antitotalitaria durante los cuarenta años de dictadura última. En la manifestación de Cibeles ya nos avisó este esforzado valedor de la democracia que estaba amenazada por los divorcios exprés y la homosexualidad. Los homosexuales y los separados son los grandes peligros para el sistema de libertades que hemos conseguido. Es admirable esta conversión que le ha permitido a Gascó transitar de la connivencia más repudiable con los golpistas a la preocupación por una dictadura impuesta por Zapatero. Parece ser que el actual gobierno, no sólo ataca a la familia, sino que arremete contra una Constitución, una democracia y unos derechos humanos que tanto le costó conquistar a la Jerarquía católica enfrentándose al general.

¿Se ha dado cuenta este Cardenal libertador de la imposibilidad de desarrollar iniciativas intelectuales dentro de la Iglesia? ¿Habrá que recordarle, sin necesidad de acudir a la Inquisición, nombres como Congar, Rhaner, Küng, Häring? ¿Habrá que mencionar a los teólogos de la liberación? ¿Será necesario dictar una orden de alejamiento por el maltrato dispensado a la mujer? ¿No será totalitarismo la elección de los Papas -Jefes de un Estado piramidal-- la designación de los Obispos sin intervención alguna de los que van a estar bajo su jurisdicción canónica? ¿No será el celibato una imposición inapelable emanada de una distorsionada concepción de la sexualidad? Responsabilizar de todo a los designios de Dios sobre el ser humano es manipular el evangelio y contribuir a la destrucción del hombre como misterio para sí mismo.

Urge un diálogo de la Iglesia con el siglo XXI. Pero es imprescindible para ello que renuncie al totalitarismo ejercido sobre Dios y sobre el hombre. Sólo desde la pobreza de un vaciamiento (kénosis) brota la palabra como oferta creadora.






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