miércoles, 8 de octubre de 2008

PINOCHET Y BUSH

Disparó contra las canciones de Víctor Jara. Una a una contra la tapia. Y un pelotón cobarde. Mandó fusilar la voz. Vendados los ojos contra el muro blanco. Para que no viera la blasfemia de las balas asesinas. Los dictadores no soportan la voz, la palabra, la poesía. Les estorban los poetas como Federico o Miguel Hernández. Aman el silencio cómplice, el silencio de los muertos, el silencio adulador como una condecoración.

Explotó la democracia que habitaba el Palacio de La Moneda. Estalló Allende defendiéndola como a una amante. La mañana se convirtió en dolor, en sangre, en muertos silenciosos. Kissinger y Nixon sonreían bajo la seriedad homicida que exigía la diplomacia. Tardaron en reconocer la “legitimidad” del nuevo gobierno después de haberlo impuesto con la colaboración más abyecta.

Pinochet fue entronizado y durante diez y siete años anduvo chapoteando en la sangre de la democracia chilena. La voz de Víctor Jara resucitó como un cristo sonoro y Salvador Allende permanece como un lázaro andante por la historia.

El dictador permanecerá enterrado en el olvido. Bajo una losa de granito. Nadie se atreverá a ponerle un epitafio. No existen epitafios para los dictadores. Sólo la repugnancia y el asco acompañarán las exequias. Sólo el muerto en la soledad de un mausoleo blasfemo. Flores negras para la negra historia del odio. Y aullarán los perros para que no se acerquen las palomas, para que no se manchen las rosas, para que no crezcan los claveles.

Pisoteó la justicia y la justicia lo persiguió. Le reconoció unos derechos que él nunca respetó. La democracia tuvo en cuenta su edad, aunque a él nunca le preocuparon los años de los niños muertos o el aliento de las madres encinta. Somos distintos. Rotundamente distintos. Las canciones resucitadas de Jara todavía producen escalofríos en el vientre de los montes andinos. Allende es una bendita nostalgia histórica de los que luchan por el hombre. Y eso nunca lo entenderá el dictador Pinochet.

Sin embargo no todos los que matan corren la misma suerte. Los Jefes de Estado se disputan la mano manchada de Bush, su sonrisa sangrante. Algunos se jactan de su amistad y alivian el riego sanguíneo apoyando los pies en la mesa del despacho oval. Irak, Afganistán, Palestina : muertos suficientes para que las Naciones libres y decentes sientan la repugnancia más absoluta. Pero el dinero crea puentes adúlteros que permiten el abrazo con el horror. Con los muertos se puede jugar. Con el petróleo, no. Y somos capaces de intercambiar sangre por oro negro con la cómplice inocencia de quien colecciona el dolor humano de las vitrinas en sótanos oscuros.

Todos condenamos a Pinochet. Esos que llaman mandatarios rinden armas e inclinan sus banderas al paso alegre de un traje gris marengo del pequeño emperador.

“Pinochet es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta” le comentaba Kissinger a Nixon con una hipocresía pornográfica. Entre los dos lo eligieron. ¿Quién le ha otorgado un poder omnímodo a Bush? Cuando muera le pondremos carrozas de caballos negros y regaremos la comitiva con rosas blancas. Por debajo crujirá la muerte de los muertos, de los muertos de Bush que son también nuestros muertos.







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