Tenía una conciencia clara de sí misma. Era una sociedad perfecta. Papa-Rey en la cúspide. Cardenales-Príncipes. Obispos-Delegados. Y el rebaño alimentado de órdenes devenidas en cascada. Pensamiento único, dogmático, hermético. Derecho coercitivo sin margen para la iniciativa intelectual y discrepante. Y un brazo ejecutor, tras el juicio inquisitorial, con restos de Miguel Servet, por ejemplo.
Llegó el Papa Bueno: Juan XXIII. Y el Vaticano II. Iglesia de puertas abiertas, respirando aire fresco. Papa sin tiara. Primero entre los iguales. Rebaño convertido en pueblo de Dios itinerante, peregrino, buscador de horizontes. Autoridad convertida en servicio. Teología holandesa de Schillibecx. Alemana de Rhaner. Francesa de Congar. Belga de Urs von Baltashar. Teología de los pobres en Latinoamérica. Incorporación de ritos africanos. Iglesia abierta de par en par. Preguntándose por Dios como el nunca poseído. Interrogándose sobre la verdad, como regalo sin depositario único. Pueblo en diversidad, sin uniformidad esclerotizante, buscador del hombre como misterio, en comunión con la tierra madre, con un mundo en construcción, nunca terminado, siempre en sala de paritorio. Iglesia-problema-para-sí-misma. Sin andamios dogmáticos definitivos. Asomada al vértigo de lo mistérico. Prójima del hombre, experta en humanidad cambiante, haciéndose devenir de sí misma. Iglesia de hombres para el hombre, con la tienda de campaña de un Dios humanizado y humanizante plantada en el desierto nunca confortable de la pregunta abisal.
Otros pueblos incorporaron el cambio. Pero España estaba instalada en la inmovilidad de un régimen surgido de la oscuridad y sin proyección de luz. La Iglesia no se concienció del Vaticano II. Siguió paseando bajo palio la gloriosa salvación de la dictadura. Suprimió la existencia del mundo porque el mundo le estorbaba a España. El Papa nombraba a los Obispos que proponía el Generalísimo de tierra, mar y aire. Y la Jerarquía estaba cómoda, con su Dios protegido por sables relucientes, educando mentes acríticas, imponiendo verdades indiscutibles, castrando iniciativas creadoras, fabricando conciencias clonadas, hombres arrodillados ante el único corazón sagrado de los primeros viernes.
Han pasado muchos años. La sociedad civil creyó en su propia autonomía, en su poder de decisión sobre sí misma. Se cuestiona cada amanecer y decide su futuro al ritmo de un mundo secularizado, donde los cristianos tienen que jugársela como si Dios no existiera y los ateos tener la seriedad de sospechar que a los mejor Dios existe. Pero unos y otros, arrimando el hombre en búsqueda de un mundo justo porque el hombre es el centro.
¿Y la Iglesia? Debe concebirse a sí misma como problema, como cuestión abierta. Admitiendo lo humano como valor en sí mismo, su poder de decisión autónomo, haciéndose animadora de la inquietante aventura de ser hombre.
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