miércoles, 1 de octubre de 2008

JON SOBRINO

Quien ha tenido la suerte de vivir entre los pobres de Sudamérica comprometido en la auténtica resurrección de los eternamente olvidados, de los invisibles, de los que estorban en el banquete grande y espléndido del mundo, no puede por menos que admirar la labor de los teólogos de la liberación que han entendido y vivido la presencia de la Iglesia como una projimidad evangélica con los pobres. Más aún: estros teólogos han comprendido con todas sus consecuencias que la voz de los pobres se convierte en exigencia de projimidad. Y frente al axioma eclesiástico de que fuera de la Iglesia no hay salvación, Jon Sobrino defiende que la salvación sólo está en los pobres. No somos los ricos los que salvaremos a los pobres, sino que son los pobres los reales salvadores de los ricos. Y mientras esto no se comprenda, la Iglesia vivirá en la farsa de una cruz invertida, necesitada de un giro copernicano que la sitúe en la verticalidad de la realidad. Teología de la liberación: evidente pleonasmo, porque una teología que no sea liberación queda reducida a puro opio alienante.

Me lo decía un día Helder Cámara: Dios no está para llenar estómagos vacíos. A esos estómagos hay que darles pan y no resignación. El hambre no brota de los designios de Dios sino de la programación exacta y calculada de los ricos. Los pueblos ricos abastecen a los pueblos pobres de la cantidad estrictamente necesaria para que estos sigan produciendo en beneficio del capital. Y cuando a pesar de todo no son rentables, se les hipoteca con cargamentos de armas y se promueve una guerra que extermine el número sobrante.

Jon Sobrino lo sabe, lo vive y lo enseña. Y la conciencia de la Iglesia no soporta este reproche continuo de su testimonio, de su postura, compañera de Ellacuría, de Monseñor Romero, del Obispo Casaldáliga y de tantos otros. Los que murieron en aquella Universidad católica no estorban a los militares asesinos ni a una Iglesia instalada en la riqueza, cómplice con su silencio, que planta como escarnio supremo una cruz sobre sus tumbas. Jon Sobrino se salvó de aquella matanza. Y es ahora Benedicto XVI el que dispara y le prohibe la enseñanza porque los pobres no pueden dictar la conducta de la Iglesia. Y deja en manos de la Compañia de Jesús y del Arzobispo de San salvador el “castigo” que se le deba imponer. A Sobrino le castiga el Papa por ser pobre, por vivir con los pobres, por defender a los pobres, por hacerlos protagonistas de la historia de la salvación. Y en un documento aparte el Papa condena a los homosexuales, prohíbe la comunión a los divorciados y exhorta a los Obispos del mundo a declarar una guerra ideológica siguiendo el ejemplo del episcopado español. Son beatificados curas, monjas y seglares que delataron a sus hermanos no franquistas durante la guerra civil española. Descubrieron a los rojos, los acompañaron hasta las tapias donde los fusilaron y después rezaron por su eterno descanso una oración sacrílega. Merecen ahora la honra de los altares, la gloria de Bernini, como ejemplos supremos de santidad. A Jon Sobrino se le niega el más elemental derecho a opinar, a exponer un evangelio auténtico, a vivir una pobreza salvífica y se le hunde en la tumba del oprobio, del castigo, del olvido. El brazo de la Santa inquisición es alargado y llega hasta nuestros días. La Iglesia –que se lo digan a Rouco o Cañizares- está para defender privilegios (sueldos, derecho a una enseñanza sectaria, a la administración de un patrimonio, a convivir con una extrema derecha, a ser apoyo incondicional de dictaduras asesinas) y no para defender a los pobres. Los pobres sólo tienen derecho a morirse, con la ventaja de que esta primacía les otorga una precoz entrada en un cielo que entre los ricos les hemos ayudado a conseguir. Y encima van y ni siquiera los agradecen.




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