jueves, 25 de septiembre de 2008

IGLESIA Y POLITICA

Publiqué recientemente un artículo titulado “UNA IGLESIA OBJETORA”. En él me extrañaba –es una forma de hablar- de que la Iglesia se rebelara contra una asignatura como la educación para la ciudadanía cuando durante cuarenta años de franquismo había aceptado otra asignatura que muchos recordamos y que trataba de la Formación del Espíritu Nacional.

A raíz del mencionado artículo he tenido la oportunidad de leer otros muchos con el mismo fondo e idéntica argumentación. Pero en su mayoría he notado que se le reprocha a la Iglesia su intromisión en asuntos políticos. Se argumenta que no es propio de la Jerarquía meterse en política. Y aquí viene mi discrepancia.

La Constitución permite la opinión política a todos los españoles, sin excepción. En consecuencia también los Obispos. Desde la transición hasta ahora he oído a distintos líderes decir que no tiene derecho la Iglesia a meterse en esos terrenos. Yo personalmente he discrepado siempre de tal posición porque a nadie se le debe negar una prerrogativa tan inalienable como ésta. Pero creo con la misma firmeza que hay que exigir a la Jerarquía que no pretenda ser la depositaria de la verdad política y en consecuencia que nunca se sitúe como autoridad suprema que impone, dirige o monopolice su veredicto como regla inapelable a la que debe estar sometido el quehacer político. Y en consecuencia, debe asumir la posibilidad de ser criticada, rebatida y no tenida en cuenta como cualquier otra opinión.

La Iglesia comete un pecado de soberbia cada vez que proclama “su” verdad como “la” verdad única, exclusiva y excluyente. La verdad no se posee. Se busca con la humildad de quien se sabe perseguidor de horizontes lejanos cuanto más cercanos, inmanejables por inalcanzables. Y en esa lucha radica la hermosura de la aventura humana. Y en esa actitud echa sus raíces el cristianismo. La Fe no es la posesión de Dios. Es más bien la conciencia, desde el amor y la esperanza, de que Dios nos encontrará en la búsqueda humanizante y liberadora del otro como hermano.

La Jerarquía por tanto, para cumplir su papel de servicio, debe permanecer a la escucha de los signos de los tiempos. No es una repartidora de normas directrices, sino una receptora de las ansias del hombre en cada momento de la historia. La lejanía que el hombre actual experimenta de la Iglesia no es achacable al hombre de hoy propiamente, sino a una Iglesia que alimenta la distancia porque no es prójima del acontecer cotidiano.

La postura de cúspide, de vértice supremo y dominante en que se coloca la Jerarquía hace que el hombre no la sienta como compañera sino como fuerza opresora que gravita sobre él. Y en consecuencia, tiende a sacudírsela de encima como cualquier otra potencia. El hombre, en su conciencia de autonomía, no está dispuesto a dejarse manipular. Y rechaza por tanto una Iglesia que pretende imponerse como rectora de su tarea humana.

El pronunciamiento político de la Iglesia sería admitido sin recelo alguno si se situara en la búsqueda y no en una clarividencia impuesta y dominante. Si la teología de la liberación es aceptada mayoritariamente es porque construye la historia junto al hombre, principalmente junto al desheredado, el pobre, el humilde, el menesteroso. Esta pobreza encarnada en lo humano haría de la Iglesia, no una autoridad, sino un acompañante del difícil camino de ser hombre.






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