miércoles, 13 de agosto de 2008

LA CALLE

Fuimos niños sin calle. Casi nada había. Carne a veces los domingos. Caldos calientes de lunes a sábado. Chocolate de estraperlo. Alpargatas y maletas de cartón. Mucho llanto detrás de los visillos. Viudas en camas grandes. Incomprensibles orfandades. Preguntas colgadas de los ojos. Preguntas por el padre, por el hermano, por el abuelo. Casi nada había. Era todo del señorito. Zapatos limpios. Pelo engominado. Camisa blanca a diario. Camisa azul los domingos para la misa de doce. Yugos y flechas bordados. Velo negro ellas. Misal de cantos dorados. Párroco reverencial saludando a Doña Lola y a D. Antonio, Jefe local del Movimiento. Misa madrugadora a las ocho. Para las criadas, los peones del campo, los capataces. Cofias y delantales blancos. Boinas negras y sombreros de paja.

Fuimos niños sin calle. Jóvenes sin calle. Hombres sin calle. La calle era de Fraga. Fraga dictador. Fraga demócrata de toda la vida. Le cabía el Estado en la cabeza, decían algunos. Le cabía sobre todo la calle. Se declaró propietario un día. Y anduvimos todos de prestado, de alquiler caro, a precio alto, muy alto. No albacea. Ni administrador. Propietario. Para eso era vencedor. La limpió de cadáveres. Barrió la sangre. Y a pasear Trianas morenas, Macarenas de “madrugá “ y Nazarenos morados punzados de espinas negras.

La democracia nos devolvió plazas de alegría. Sin grises gorras de plato. Sin tiros al aire que mataban obreros o estudiantes. Iban los besos por las aceras, del brazo de la esperanza, camino de un mañana cada mañana. Proclamamos un sesenta y ocho póstumo. Creímos que el mar estaba bajo los adoquines. Pedimos lo imposible por un amor utópico a la realidad. Teníamos sed de calle, hambre de calle. La sembramos de árboles y jardineras. La hicimos más elegante para que olvidara antiguos propietarios. Fuimos capaces de protestar contra Suárez, contra Felipe, contra el infame Tejero, contra Aznar. Cada manifestación era un mitin de canciones, de globos. Se vestían de colores los derechos ciudadanos de los gays. Y el dolor de Sintel era fraternidad gozosa y solidaria.

Ayer me asomé a la ventana. Estaba triste la calle. “En el gobierno sólo hay putas, maricones y gente de mal vivir” “Zapatero terrorista” “Zapatero fascista” “Menos manos blancas y más manos duras”, gritaba Iniestrillas a tres metros de Gallardón. Acebes: “El gobierno ha preferido la vida de un terrorista a la de Miguel Angel Blanco” “Zapatero, vete con tu abuelo” “Zapatero, muérete” María San Gil, Amando de Miguel, Alcaraz, Buesa, Rajoy, los Obispos. Todos pidiendo una rebelión cívica. Un alzamiento inmediato. Hay que pasar a la acción. Con banderas de aquellas. Las que fueron nacionales. Brazo en alto. Aguilas de imperios protegidos. Millones de españoles que eligieron un gobierno democrático y legítimo. Contra el paredón. Por elegir putas y maricones. Un gobierno que ha traicionados a los muertos, que rompe España, que la entrega a los terroristas, que la balcaniza, que la descristianiza. Aquí Fraga. Que haga valer sus títulos de propiedad. Los que le dio el Caudillo. Para eso fue vencedor. Porque otra vez están los rojos. Que no quemen las Iglesias. Que son muy capaces. Que nos van a matar a los curas. Que lo dicen los Obispos perseguidos. Que tienen armas de destrucción masiva. Lo afirma Aznar, emperador dimisionario. Lo sabe Rajoy que sostiene la capa del César

Estaba triste la calle. Olía a nostalgia gris, a estrellas de ocho puntas. Se oían marchas militares. Había odio, mucho odio. Enfrentamiento cainita. Banderas que dividieron. A ver si dividen, si separan. Porque es rentable el fratricidio y la sangre rezumada de votos. Odio cívico. Contradicción flagrante. El odio siempre es destructor. Pero por las calles humeantes de ruinas pueden también volar águilas imperiales.

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