EL NIÑO QUE ERA ESPUMA
Parecía la espuma de una ola de colores. Blusita roja,
pantaloncito azul. Como si llevara en los bolsillos pececitos policromados.
Boca abajo, mirando a la madre tierra, a la arena con moléculas de sal,
meciéndose en el columpio infantil de las olas. Tuvo un nombre, Aylan, pero se
lo han borrado las bombas, los morteros, el hambre, la deriva de un camino sin
camino que desembocó en la muerte diminuta como la chuche de un kiosco maldito.
Ni siquiera de la mano de su madre, de su hermano. La muerte es siempre una
separación y a él casi lo arrancó del pecho materno. Un soldado lo llevó en
brazos, con respeto, con ternura, con cariño hasta el montón de los muertos.
Allí quedará, en la cordillera del asco humano, de la vergüenza, del egoísmo
que no tienen ni los animales.
De repente. Fue de repente. El mundo sufrió un
escalofrío hipócrita porque el mundo siempre se estremece cuando suena la
primera paletada de tierra sobre un féretro. Es un golpe seco, sin eco, sin
consecuencias para quien permanece de pie junto a una tumba todavía abierta.
Pero al mundo se le hielan las venas cuando esa tierra seca es espuma dura de
mar que golpea los ojos muertos, los labios muertos, el pecho muerto de un niño
que para siempre se llamará Aylan.
Los políticos, fariseos de profesión, ataúdes
blanqueados de profesión, falsos por definición, se visten de gala. Traje
oscuro, porque de luto falso se trata. Discreto perfume, porque de muertes se
trata. Corbata negra porque los cadáveres siempre exigen corbata negra. Entran
a la reunión con máscara seria, seca la sonrisa, la mirada baja, las manos
retorcidas, la mente gris marengo porque la venta de armas se les ha ido de las
manos y han creado un espectáculo insoportable. Y los fotógrafos, y los periodistas,
y las cámaras cubiertas con un paño negro para que no les llueva el olor a
cadáver.
Los políticos se estrechan la mano. Se miran con la
complicidad de quien sabía que esto podía pasar, pero imaginaban que no
pasaría, que unos cuantos muertos se entierran y el mundo vuelve a la bolsa, a
los mercados, a los codazos incruentos de las plusvalías, a abrirse de piernas
y follar para olvidar las tristezas oscuras de los muertos amontonados. Los
políticos van a arreglar el mundo. Tendrán que reunirse nuevamente dentro de
quince días porque hoy tienen prisa. Han quedado en París con la amante. Y
mientras, se siguen amontonando los huesos de mujeres con pechos plenos como
mundos que nunca tuvieron en sus pezones los labios de tanto Aylan sin
paradero, hombres como montes que levantaban su patria.
Nos queda ese soldado que nos toma en brazos con respeto, con ternura, con cariño,
que nos lleva a todos hasta una muerte que nos confraterniza, nos hace unidad
indisoluble. Nos queda la nada como respuesta única a tanta pregunta que
fuimos, a tanta búsqueda. Fuimos una interrogante sobre nosotros mismos y
tenemos esa nada espesa como respuesta. A lo mejor nada valió la pena.
Parecía la espuma de una ola de colores. Blusita roja,
pantaloncito azul. Como si llevara en los bolsillos pececitos policromados y un
cartel colgado en las espaldas para que la muerte lo llamara por su nombre. Los
forenses encontraron en sus manos la vida. La llevaba apretada, como se aprieta
a una madre, a una novia, a una amante. Y firmaron el parte: ha muerto de pena,
de soledad, de abandono, de odio. El mar
ha sido sólo un pretexto.
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