lunes, 7 de septiembre de 2015

EL NIÑO QUE ERA ESPUMA

Parecía la espuma de una ola de colores. Blusita roja, pantaloncito azul. Como si llevara en los bolsillos pececitos policromados. Boca abajo, mirando a la madre tierra, a la arena con moléculas de sal, meciéndose en el columpio infantil de las olas. Tuvo un nombre, Aylan, pero se lo han borrado las bombas, los morteros, el hambre, la deriva de un camino sin camino que desembocó en la muerte diminuta como la chuche de un kiosco maldito. Ni siquiera de la mano de su madre, de su hermano. La muerte es siempre una separación y a él casi lo arrancó del pecho materno. Un soldado lo llevó en brazos, con respeto, con ternura, con cariño hasta el montón de los muertos. Allí quedará, en la cordillera del asco humano, de la vergüenza, del egoísmo que no tienen ni los animales.

De repente. Fue de repente. El mundo sufrió un escalofrío hipócrita porque el mundo siempre se estremece cuando suena la primera paletada de tierra sobre un féretro. Es un golpe seco, sin eco, sin consecuencias para quien permanece de pie junto a una tumba todavía abierta. Pero al mundo se le hielan las venas cuando esa tierra seca es espuma dura de mar que golpea los ojos muertos, los labios muertos, el pecho muerto de un niño que para siempre se llamará Aylan.

Los políticos, fariseos de profesión, ataúdes blanqueados de profesión, falsos por definición, se visten de gala. Traje oscuro, porque de luto falso se trata. Discreto perfume, porque de muertes se trata. Corbata negra porque los cadáveres siempre exigen corbata negra. Entran a la reunión con máscara seria, seca la sonrisa, la mirada baja, las manos retorcidas, la mente gris marengo porque la venta de armas se les ha ido de las manos y han creado un espectáculo insoportable. Y los fotógrafos, y los periodistas, y las cámaras cubiertas con un paño negro para que no les llueva el olor a cadáver.

Los políticos se estrechan la mano. Se miran con la complicidad de quien sabía que esto podía pasar, pero imaginaban que no pasaría, que unos cuantos muertos se entierran y el mundo vuelve a la bolsa, a los mercados, a los codazos incruentos de las plusvalías, a abrirse de piernas y follar para olvidar las tristezas oscuras de los muertos amontonados. Los políticos van a arreglar el mundo. Tendrán que reunirse nuevamente dentro de quince días porque hoy tienen prisa. Han quedado en París con la amante. Y mientras, se siguen amontonando los huesos de mujeres con pechos plenos como mundos que nunca tuvieron en sus pezones los labios de tanto Aylan sin paradero, hombres como montes que levantaban su patria.

Nos queda ese soldado que nos toma en  brazos con respeto, con ternura, con cariño, que nos lleva a todos hasta una muerte que nos confraterniza, nos hace unidad indisoluble. Nos queda la nada como respuesta única a tanta pregunta que fuimos, a tanta búsqueda. Fuimos una interrogante sobre nosotros mismos y tenemos esa nada espesa como respuesta. A lo mejor nada valió la pena.

Parecía la espuma de una ola de colores. Blusita roja, pantaloncito azul. Como si llevara en los bolsillos pececitos policromados y un cartel colgado en las espaldas para que la muerte lo llamara por su nombre. Los forenses encontraron en sus manos la vida. La llevaba apretada, como se aprieta a una madre, a una novia, a una amante. Y firmaron el parte: ha muerto de pena, de soledad, de abandono, de odio.  El mar ha sido sólo un pretexto.