sábado, 4 de julio de 2015

MI CALLE


Nací sin calle. Crecí sin calle. Viví gran parte de mi vida sin calle. Nadie tenía calle. Alguien se la había apropiado y era para él. La casa era todo y ni siquiera porque el dueño de la calle proclamó su derecho a instalarse en cada casa puesto que estaban en terrenos de su propiedad. Nací sin nada. Crecí sin nada. Viví gran parte de mi vida sin nada. Alguien se incautó de mi ser y no tuve donde existir. A lo mejor es que no existí nunca y fue mucho más tarde cuando tuve conciencia de estar en el mundo, de-ser-en-el-tiempo, de poder ejercer una libertad que me crecía dentro como un mundo recién hecho.

Sí. Fue mucho más tarde. Cuando la muerte enfiló hacia Cuelgamuros. Cuando el granito rodó sierra abajo y  aplastó la historia deshuesando una dictadura infame. Se le expropió la calle a aquel demócrata de toda la vida, a aquel bulto grande que se bamboleaba a izquierda y derecha como un buque desnortado y que pasó a ser una cabeza donde cabía el estado porque al estado lo había disminuido tanto que podía alojarse en una canica de barro con la que jugábamos los niños pobres.

Nadie nos regaló la calle. La conquistamos poco a poco. Sembramos las aceras de alegría. Las adoquinamos de libertad. Y florecieron las manifestaciones, las reuniones amistosas, los sindicatos de la lucha obrera. Se nos llenaron las manos de derechos : derechos de opinión, de reunión, de información. Fabricamos urnas y las poblamos de decisiones, de elecciones. El vecino del quinto no era un comisario político, sino alguien que unía sus hombros a los hombros de los demás para hacer historia. Hicimos de la espera una esperanza, del porvenir un futuro.

Era nuestra la calle. Y por ahí andábamos, cantando con Serrat, con Jarcha. Reivindicando la grandeza de Miguel Hernández, de Unamuno. Sartre y Camus alojados en nuestras bibliotecas, como una meta alcanzada con orgullo. Desaparecieron los correajes, las botas que dañaban los derechos, las pistolas de cachas brillantes con nombres de nucas concretas. Pudimos ser socialistas, comunistas, partidarios del galán Adolfo Suárez o de un Felipe que enamoraba. Con el tiempo Suárez se convirtió en aeropuerto y Felipe se redujo a sí mismo a un enunciado del ayer cerrado al mañana.

Los niños nacían en calles, jugaban en calles. A todos nos pertenecía. En ella festejábamos victorias futbolísticas, mecíamos macarenas enjoyadas, exigíamos subida de salarios, educación, sanidad, atención a dependientes, agradecimiento a nuestros viejos, dignidad para nuestras mujeres, puestos de trabajo. Gritábamos contra unos políticos que se creían dueños y no delegados, pedíamos que el Congreso fuera la casa del pueblo, que la educación no fuera un privilegio, que se respetara la dignidad sin que nadie se atreviera a pisotearla. La calle era la gran plaza donde la democracia recordaba aquella Grecia creadora de casi todo en lo político y en la belleza.

El poder en democracia es un servicio. Pero el poder limita siempre con la dictadura. La libertad es difícilmente soportable por los poderes públicos. Viven siempre con el miedo a que esa libertad se convierta en una categoría de infinitud. Y no se dan cuenta que la libertad o es infinita o no es libertad. Y aduciendo una presunta racionalidad y en nombre de un orden que en el fondo es una limitación, se dedican a ponerle una marco que la encierra y la convierte en la jibarización insoportable de una foto sepia. Ser libres es un pleonasmo de ser infinitamente libres. Pero los poderes no soportan el vértigo de lo infinito, les asusta la grandeza que sobrepasa sus márgenes de miseria existencial. Y sienten amenazado la pequeñez de sus mandatos por la inmensidad de los seres libres.

Y todo debe ejercerse “dentro” de un orden. Y ese “dentro”  revela el empeño en disminuir la infinitud. Y para enmarcar ese “dentro”  los políticos inventan cortapisas. Les escuece el miedo y construyen un “dentro” para sitiar la libertad, para que no sobrepase unos límites cuanto más estrechos mejor. Les da tranquilidad saber encerrada bajo llave, sin alas, sin voz, estrellándose contra los bordes que delimitan el “dentro”

Si la libertad se empeña en su infinitud, surgen las amenazas, las esposas, las culatas brillantes, las pelotas que saben dejar ciegos los ojos,  los calabozos con la mierda infectada en una esquina, con cemento, jergón y ni siquiera una almohada. Y los interrogatorios arbitrarios, y las condenas pendientes del humor de quien pregunta y los tribunales de uno a tres años, y…

De nuevo nos han dejado sin calle. La tienen guardada en una cámara de seguridad vigilada por los mercaderes. Ahí está segura. Ellos dominan los estómagos, el hambre, la miseria. Ellos saben cómo castigar la libertad que exige derechos.


Y ahí andamos. Demócratas sin democracias, libres sin libertad, bebiéndonos el miedo a chorros, mirándonos el estómago, aplastados como en aquel ayer casi lejano.

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