LA DEMOCRACIA ES ASI
Constantino convirtió el cristianismo en cristiandad.
La jerarquía empezó a sentirse cómoda entre cetros y tronos. Llegaron los papas
guerreros, conquistadores que dominaron territorios. La tiara era el símbolo de
un papa rey que extendía su poder hasta confines lejanos. La estructura
piramidal de la iglesia creó cardenales con la categoría de príncipes en
consonancia con la testa coronada del papa-rey. Y abajo figuraban los súbditos
sometidos a la obediencia de mandatos infalibles que debían ser cumplidos bajo
pena de cárcel, de tortura inquisitorial y de condena eterna. Quedaban atrás
las preferencias por los pobres, los ciegos, los lisiados, los pecadores de
Jesús de Nazaret.
Esa jerarquía construyó una sociedad paralela a la
sociedad profana del mundo. A un código civil correspondía un código de derecho
canónic,. a universidades fundadas por los estados se le añadían las
universalidades católicas, y al poder mundano, un poder espiritual aunque con
ansias de dominio absoluto sobre el poder civil.
Las dictaduras son sistemas monolíticos y también
piramidales. El mando radica en un vértice y desde esa altura se despliegan los
mandos secundarios hasta los súbditos. En ambos casos ese poder es
insustituible y debe ser acatado desde el silencio obsequioso ejercido de forma
indiscutible. Por esa similitud, las dictaduras tienden a asociarse al poder
religioso igualmente dictatorial. Ambos se apropian de la conciencia, de la
libertad, de la agilidad existencial del individuo y lo relegan a la categoría
de súbdito arrancándole su cualidad de ciudadano.
De esta unión prostituida iglesia-estado sabemos
muchos los españoles y sobre todo los que ya tenemos sangre de vinilo. Durante
cuarenta años, el régimen se autocalificó de católico, apostólico y romano. La
iglesia se arrogó el dominio de las conciencias y el poder militar sucumbió al
poder eclesiástico unificando los pecados. Pecar contra el régimen era
contrario a la ley divina y pecar contra la ley divina llevaba aparejada la
pena civil. Renegar del caudillo era infringir los designios de un dios que le
había elegido como baluarte contra el comunismo. De hecho era caudillo por la
gracia de dios. Y discrepar con la jerarquía conllevaba incluso la pena de
destierro.
La democracia nos trajo una Constitución que rompía
con la dictadura y en consecuencia con todo lo que se le había adherido. Sin
exagerar la valentía de su articulado, es verdad que nos puso en el camino de
un quehacer horizontal donde todos tenemos la obligación de construir la ciudad
del bienestar, de la libertad y nos devolvió la categoría de ciudadanos.
Iglesia y estado debían caminar por distintos caminos, dentro del respeto que
merece toda opción vital de cada persona. Pero sin confusiones, sin
imposiciones que graven las conciencias con el peso del pecado. La conciencia
ha sido devuelta a cada sujeto para que de acuerdo a los criterios de madurez
personal tome el camino que crea más vital para su existencia.
Pero esta separación no ha sido de hecho aceptada por
una gran mayoría de ciudadanos. Cuando los gobernantes civiles, en cuanto
cargos públicos y representativos, no acuden a actos religiosos, algunos se
revuelven contra esa decisión y acuden a la falsa aseveración de que su
asistencia es algo que se ha hecho toda la vida. Esa actitud revela un
desconocimiento de una realidad que empieza en el 36 con el golpe de estado,
pero que no tenía vigencia hasta ese fatídico año. La vida no comienza en el
36. Y deberíamos estar orgullosos de que por fin nos vayamos desprendiendo de
imposiciones que corresponden a tiempos oscuros de plomo. Los cargos políticos
están en su derecho de optar como individuos por la senda religiosa que les
plazca, pero deben evitar arrastrar con su presencia a una parte de la sociedad
que no profesa esa elección religiosa. Un presidente de gobierno, un ministro,
un alcalde tienen el derecho de participar a título personal en cualquier
manifestación o celebración religiosa. Pero no debe arrogarse la representación
de una ciudadanía que esté al margen de esos ritos respetables, pero
prescindibles por decisión personal.
En base a esa separación iglesia-estado, ni se debe
legislar teniendo en cuenta postulados religiosos ni se puede actuar como si
toda la ciudadanía hubiera optado en conciencia por esa creencia religiosa.
Todos estamos en nuestro derecho de practicar nuestras creencias, en nuestro
derecho de mantenernos al margen de todas y en la obligación de respetar esas
opciones. Y los cargos públicos deben ser consecuentes con esta visión
constitucional.
La laicidad no representa una enemistad con la
religiosidad, sino que es una opción de la libertad individual frente a otra,
igualmente respetable, que acata los mandamientos de la iglesia. Dios no puede
infiltrarse en mi historia a menos que yo se lo pida. Porque dios no es una
respuesta, ni siquiera una razón existencial. Dios nace de la pregunta del
hombre sobre sí mismo.
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