viernes, 24 de julio de 2015

EL ACTOR SECUNDARIO


De vez en cuando los medios de comunicación nos dan una noticia siempre triste: ha muerto tal o cual actor. Nunca encarnó papeles de protagonista. Fue un eterno secundario, pero brillante. Abundan en el cine, en el teatro. No doy nombres por miedo a excluir a algunos que realmente perdurarán en la historia por encima de esos protagonistas de postín, de autógrafos y fans juveniles. Si les soy sincero, esa distinción entre principales y secundarios me resulta artificial. Tan necesario es el cemento como el mármol. El monumento resultante no es una suma, sino una simbiosis que nos muestra la hermosura.

A propósito de la muerte de uno de esos actores secundarios he pensado en la política. Y si en el teatro o el cine algunos tienen clara esa división de papeles, creo que en democracia se ha tergiversado su prioridad por conveniencia de unos pocos. Los políticos elegidos en las urnas se han apropiado del papel protagonista de la historia y exigen (sí, exigen) que la ciudadanía sea relegada a un papel secundario. Y aquí es donde radica la perversión de esa división. Esta apropiación de protagonismo por parte de los políticos es una forma de acabar con la democracia. El poder tiende siempre a la tiranía. Sólo la primacía del pueblo mantiene viva esa democracia frente a la tentación dictatorial de los que mandan.

Todos los políticos dicen sentirse abrumados por la responsabilidad cargada sobres sus hombros y aseguran concebir su mandato como un servicio. Terminado su juramento o promesa, se instalan en sus despachos y se ponen el uniforme de capitán general con mando en plaza. Y el servicio se convierte en imperativo y la responsabilidad en el placer de ordenar.

Cuando los ciudadanos protestan en las calles, el poder promulga una ley mordaza para que las gentes asuman su papel de actor secundario y reconozca que los sabios están arriba. Cuando un grupo político es advertido de su pérdida de poder en las siguientes elecciones, cambia la ley electoral para garantizarse la permanencia en el protagonismo frente a un electorado desarmado. Cuando ese dominio se ha perdido de hecho, se condenan las coaliciones que lo desplazan y se arbitran mecanismos que impidan que esas uniones funcionen. Y empiezan a definirse las mayorías por un sistema simplista y no como el resultado de elementos diversos que configuran un todo numérico e ideológico. Usurpan el protagonismo que nadie les concedió y condenan al papel de eterno secundario a quienes son inequívocamente los dueños de la realidad humana.

El pueblo no debe sucumbir nunca a la comodidad de sacudirse la responsabilidad de su protagonismo. Y los que ostentan el poder no pueden sustraerse a su realidad de importancia transitoria y su obligación de sometimiento a la voluntad de quien realmente ostenta la jefatura de la historia.

De aquí se deducen muchas cosas, pero dos principalmente. Una: el voto ciudadano no conlleva la espera pasiva que media entre elección y elección. Dos: en consecuencia, la ciudadanía siempre mantiene el poder de corregir la trayectoria de los elegidos y manifestarles sin miedo a represalias que hay que enderezar el camino porque las metas están claras en la conciencia colectiva por más que intereses espurios pretendan fijarlas a su imagen y conveniencia.
Y nadie, sin caer en funciones dictatoriales, puede negarse a las decisiones ciudadanas.

No cabe argumentar, como se oye con frecuencia, que las urnas hablaron y que los demás debemos guardar un infame silencio hasta que de nuevo tengamos la oportunidad de manifestar nuestra voluntad de voto. Las urnas no silencian por un largo período al votante. El dinamismo de la democracia no lo permite. Y esa estaticidad exigida por quien sea, entra en contradicción con la fuerza arrolladora que la define. Todos los días todos hacemos la democracia.

En segundo lugar, la ciudadanía no es ajena al quehacer de cada momento. Todos somos responsables del devenir y en un momento delegamos, pero no entregamos, la capacidad de decisión a nadie en exclusiva. Los gobernantes deben rendir cuentas con la frecuencia que los ciudadanos les reclamen y deben someter a su criterio el  cometido gubernamental. No estamos obligados a cargar con hechos consumados. Eso pertenece a las dictaduras. Los servidores no pueden erigirse en seres dominantes. Unos y otros debemos tomar conciencia de la responsabilidad que entre todos significa construir un presente habitable y un futuro atractivo.

Nadie es actor secundario. Somos los protagonistas insustituibles de esa empresa que se llama democracia..


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