miércoles, 20 de agosto de 2014

ALGUNA VEZ SE MUERE





Supe que moriría esa noche. Sobre la almohada estaba ella, la muerte, despierta. Aletargada se había mantenido durante años. Hibernando, como aquellos murciélagos que me asustaban de niño y que había visto muchas veces en Sierra Elvira. Ahora tenía los ojos abiertos, las alas desplegadas y revoloteaba en torno al suero clavado en las venas.  Apretaba los pulmones y el oxígeno prefería entretenerse con la luna que entraba por la ventana a la oscuridad bronquial de un exfumador.

Fonendo. Cambio de impresiones con el equipo médico. Aquella bata blanca mirándome, sin saber cómo decir que aquella noche moriría.

-¿Puede avisar a mi familia?  No me gustaría morirme solo. Tengo besos que contarles, abrazos que contarles, cariño que contarles. Los llevo envueltos   en esta piel cianótica, tengo los recuerdos del primer abrazo, de la mirada aquella, del primer tacto, el desnudo de la noche original, cuando estrenamos  la cercanía suprema del amor. Guardo la primera sonrisa de mi hijo al nacer, las dudas de su adolescencia, sus preguntas sin respuestas, sus respuestas sin preguntas. Moriré esta noche y quiero  entregarles esa caja pequeña donde cabe una vida.

Miró a la enfermera. Asintió con la cabeza y extrañamente me dio la mano en silencio, sin despedirse pero consciente del dictado del fonendo. Los médicos siempre se van dejando atrás la muerte del 318 prevista para las cuatro de la madrugada.  Porque yo había pasado a no tener nombre ni apellidos. La burocracia había decidido que fuera el 318, cama A.

Era bonita. Había contemplado sus andares elegantes. Cimbreándose como si llevara tacones en el alma. Inyectaba como quien besa. Te preguntaba por tus dolores como quién indaga el color de tus besos. Lucía el uniforme de enfermera como si llevara un traje de novia.

-No he avisado a tu familia. Me apretaba la mano mientras miraba mis labios morados. No te mueres esta noche. Estoy segura. No sé quién me dicta esta verdad, pero tengo que confiar en ese arcano que lo afirma. No. Esta noche no te vas a morir. Estoy absolutamente segura. Cree en mí.
Esto era el amor. Creer en alguien, fiarse de alguien, entregarse a alguien. Vendré a verte cada media hora. Duérmete sin miedo. Ella, la muerte, no puede a veces con las estrellas y se asusta de los amaneceres. Duérmete  tranquilo.  Vendré dentro de un rato cuando vuelvas a soñar con ella, con el hijo que tuvisteis, con los besos que os quedan, con el tacto que os falta, con la piel acariciada cada noche, con la fusión de vuestros cuerpo mañana, pasado, cuando seas un regreso hacia ti mismo y ella te recupere y le digas que la quieres y que no te has muerto porque no sabrías qué hacer sin ella en la otra vida.


Y aquí estoy. Esperando. Sereno. Tranquilo. Porque alguna vez se muere.

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