domingo, 9 de febrero de 2014

ABORTO NEGRO




A punto de tocar la vida. A punto de la tierra nueva, vetada, nunca prometida. Pero a punto. Abierto el vientre del mar. Dolor de bisturí porque eran muchos los hijos. Parto negro porque el hambre es siempre negra, y el abandono, y la desesperanza. De par en par las ingles de la espuma, para parir con gritos, con esfuerzo supremo de expirar, de empujar. Mar cansado de esfuerzo.

Nacían vivos. No sé si balas, si cuchillas, si indiferencia, si odio. ¿Por qué murieron?  La muerte no es una explicación. La muerte es consecuencia. Y ahí estaba el orden, la defensa de fronteras, el desprecio del hombre por el hombre, como un Hobbes enaltecido por negativa evolución. Ha llevado tiempo planificar el hambre, el desprecio, como para que en minutos se nos cuelen cientos de seres a los que se ha adjudicado la categoría de desposeídos,  destinatarios del asco. Y nosotros, los de los valores cristianos de occidente, tenemos armas suficientes para repeler su nacimiento, para exigirle al mar que aborte porque ya somos bastantes, porque somos raza pura, porque los ricos tenemos derecho a ser ricos como otros tienen la obligación de ser pobres, porque nos duchamos y nos molesta el mal olor, porque es preferible el chanel al sudor salado de la miseria, porque nuestros ojos prefieren la belleza estilizada de una dieta, a seres que escalan muros llenos de cuchillas que desgarran y manchan nuestra elegancia de sangre.

Ahí está Gallardón, sosteniendo a Fernández-opus-ministro del orden. El mar anda violando nuestras tierras. Nos ha tumbado en la arena y pretende disfrutar el gozo de la invasión. Y en esos casos, dice Gallardón-Rouco, es lícito abortar. Nadie sabes por qué es lícito en esos casos, pero es así. Misterio tal vez de una providencia extraña que habla en la oscuridad con el ministro y le dicta leyes incomprensibles..

Gallardón ama la vida. No es como otros, radicales de izquierda, crucificadores profesionales, que no admiten a dios a los pies de la cama ayudando con almas en serie a cuerpos que disfrutan la plenitud del amor. Dios se incorpora al quehacer orgásmico y aporta un alma con alas de ángeles blancos, sobre todo blancos. Y ahí está el ser humano, la persona, cigoto con derechos incorporados de serie que no tienen dependientes, ancianos, ni esos negros que nos violan. Zigoto sagrado por encima de todo. Y supervisando, como un antidisturbio de Fernández, Gallardón.

Pero Gallardón no tiene nada que ver con las fronteras. Las fronteras se visten de verde, de balas, de gases, de cuchillas. Y entonces parecen abortos espontáneos. Y pueden morir sin que nadie traiga unos paños calientes para recoger la sangre. Se encarga de todo el mar auxiliado por las órdenes que blindan las fronteras, porque el capitalismo adjudica la propiedad del mundo a unos cuantos, sólo a unos cuantos. Gallardón pone cara de lástima cristiana, de dolor vaticano. Pero él sabe que esos pueden morir porque ni son españoles, ni son cristianos, ni votan cada cuatro años. El ama la vida y adora a los zigotos. Pero los de la playa no son así. Son fruto de una violación de las leyes, de una propiedad con derechos muy superiores al simple cuerpo femenino  destinado al goce del hombre y a la maternidad por designio divino. En estos casos es lícito abortar. El hambre no puede invadir la riqueza de los que estamos acostumbrados a vivir bien.


Y cuando mueren quince, cuarenta, cien, nos ponemos corbata de luto hipócrita, guardamos cinco minutos de silencio y culpamos a sus países por ser pobres, porque hasta ser pobre es un delito, una falta de iniciativa, un fruto de la desgana por vivir. Ellos aspiraban a limpiar servicios Roca, a cuidar viejos que no tienen donde apoyar la vida, a empujar sillas de paraplejias. Pero tampoco estos tienen derecho a que los limpie nadie, ni a apoyarse en nadie, ni a que nadie los empuje. Por eso pueden morirse en las aguar verdes del mar, en la arena suave de las playas. Por eso pueden ser abortados sin que nadie le ponga un ramillete de lágrimas sobre el anonimato de sus tumbas.

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