sábado, 7 de febrero de 2015

AQUELLA NOTICIA



Había dibujado sobre la arena un órgano sexual masculino y escrito a su lado con letras mayúsculas: TU. Por mi parte yo, que nunca supe dibujar ni un arbolito, puse en letras grandes: TE QUIERO. Los dos pensamos en sensaciones distintas. Se reflejaba en aquellos dibujos casi infantiles. Ella imaginaba una noche entretejida de besos, de caricias, de piel húmeda, de sudor orgásmico, de mi cuerpo volcado en la división suprema de sus piernas.

Yo tenía mi ser clavado en una silla hospitalaria. Dos horas antes. Bata blanca ella. Elegante su pelo descuidadamente peinado. Un conjunto de bolígrafos que resaltaban la dimensión hermosa de sus senos. Unos informes en las manos y una sinceridad inapelable en sus ojos.

-Se confirma. Y estas pruebas son inapelables. Han evolucionado  sus pulmones de manera muy negativa. La medicina es muy limitada. Y nosotros, los humanos, también. Buscaba su misericordia médica caminos para no pronunciar palabras secas, duras, ásperas. ¿Cuánto me puede quedar de vida?. Nosotros no tenemos nunca una seguridad absoluta. La medicina no es una ciencia exacta. Podemos equivocarnos. ¿Cuánto me queda de vida, doctora? Tres meses. Entre sus ojos y los míos estaba la distancia de una vida, o mejor, de una muerte. Vuelva a verme dentro de seis meses, me dijo con esa rutina absurda, como si estuviéramos hablando de una negociación hipotecaria. Dentro de seis meses a los mejor he olvidado la dirección del hospital, su pelo descuidadamente peinado y la belleza de sus senos. Perdón, dijo. No es nada, le respondí.

Había dibujado sobre la arena un órgano sexual masculino y en letras mayúsculas un pronombre personal: TU. Yo, en letras grandes: TE QUIERO.

Retorcí el mar entre las manos. Asfixié las olas con mis dedos. Rompí en pedazos la espuma y clavé sus cristales en el viento.

Ella sonreía. Se acercaba a mis labios y pedía que pusiera mi mano sobre la ternura de sus muslos. Era una tarde como muchas tardes. Dentro de un rato, la luna, bata blanca, pelo descuidadamente peinado, con sus pechos desnudos y pezones frutales, le diría al sol que le quedaba poca vida, que los relojes no tienen solución porque el tiempo no lo cura todo, que el eje de la tierra tenía una misión definida, concreta y que el sol debía morirse entre los montes, como mueren los luchadores vencidos.

Ella sonreía. Se acercaba a mis labios y pedía que pusiera mi mano sobre la ternura de sus muslos.


Nos desnudamos. Viajamos por la piel haciendo caminos de huellas, buscando los adentros del centro y mi muerte se volcó en la suprema división de sus piernas.

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