La Iglesia se lamenta continuamente de la persecución a la que está sometida desde que alcanzó la Presidencia el socialista Zapatero. Se persigue a la familia cristiana hasta tal punto que Benigno Blanco aboga por un episcopado que luche contra esa persecución lo mismo que luchó contra el nazismo y el marxismo (cuántas reflexiones surgen ante esta afirmación). Se persigue la libertad de conciencia, la educación, el amor hombre-mujer, la navidad cristiana impidiendo la colocación de símbolos religiosos en la iluminación callejera o de edificios como el Corte Inglés, se destrona a los Reyes Magos por el republicano Papa Noel, se eliminan los crucifijos, se arrasará con la Semana Santa, se patrocina el relativismo laicista que atenta contra dogmas inmutables y lleva inevitablemente al totalitarismo. Y sigue el infinito lamento de una Iglesia perseguida por Zapatero, “adalid de una política anticristiana” como asegura el visionario Ansón.
A la luz de las relaciones Iglesia-Estado, y la negativa del gobierno a denunciar el Concordato, ante el trasvase de dinero, de donaciones nunca bien explicadas, de colegios concertados, de privilegios escandalosos, de prioridades concedidas, de la confortabilidad de un episcopado y de un clero pagado con el sudor de otros, ¿se puede sostener ese grito de dolor, ese complejo de Iglesia perseguida? ¿No sentirá un vergonzoso sonrojo la Jerarquía cada vez que denuncia esa persecución? ¿No está concientemente mintiendo?
¿Y si habáramos de la persecución que ha ejercido la Iglesia a lo largo de la historia contra todo el que no se atuviera a sus directrices? ¿Y si habláramos de la ayuda que esa Jerarquía ha prestado a dictadores como Pinochet, Franco, Videla en detrimento de la libertad de sus ciudadanos, bendiciendo crímenes y torturas, imponiendo con la amenaza de la espada su moral, sus costumbres, sus mandamientos? ¿Qué dirán las mujeres, despreciadas y perseguidas por un estrabismo atávico, que no les permite ser ellas mismas? ¿Tendrán algo que decir los científicos cuyos derechos de investigación se ven continuamente amputados en nombre de no se sabe qué principios inamovibles? ¿Tendrán alguna queja los homosexuales reducidos como totalidad de seres humanos al solo sexo, humillados y excluidos de la fraternidad universal que debe ser la Iglesia? ¿Podrán lamentarse los teólogos y filósofos anatematizados por el simple hecho de ahondar en el misterio? ¿Se quitarán de encima el calificativo de herejes todos aquellos que se atrevan a disentir de unas directrices, con tanta frecuencia absurdas, emanadas de mitras y báculos sin más formación que el adoctrinamiento canónico y la obediencia ciega al vicario de Cristo inexplicablemente hipostasiado con una Jefatura de Estado? ¿Podrá la Organización Mundial de la Salud y los Ministerios de Sanidad de los gobiernos impartir sus conclusiones sin verse perseguidos y desautorizados por una Iglesia acientífica, dogmática, infalible, enraizada en Constantino, confraternizada con el capital más opresor, prostituída con regímenes fascistas, pero concesionarios de privilegios sacrílegamente recibidos? ¿Será libre el hombre para ejercer la labor fraternal de aliviar el dolor humano, averiguando la maternidad de las células, la feliz fecundación in vitro, la despedida elegante de una muerte madurada como cosecha amorosa?
¿Iglesia perseguida? ¿Iglesia perseguidora?
A la luz de las relaciones Iglesia-Estado, y la negativa del gobierno a denunciar el Concordato, ante el trasvase de dinero, de donaciones nunca bien explicadas, de colegios concertados, de privilegios escandalosos, de prioridades concedidas, de la confortabilidad de un episcopado y de un clero pagado con el sudor de otros, ¿se puede sostener ese grito de dolor, ese complejo de Iglesia perseguida? ¿No sentirá un vergonzoso sonrojo la Jerarquía cada vez que denuncia esa persecución? ¿No está concientemente mintiendo?
¿Y si habáramos de la persecución que ha ejercido la Iglesia a lo largo de la historia contra todo el que no se atuviera a sus directrices? ¿Y si habláramos de la ayuda que esa Jerarquía ha prestado a dictadores como Pinochet, Franco, Videla en detrimento de la libertad de sus ciudadanos, bendiciendo crímenes y torturas, imponiendo con la amenaza de la espada su moral, sus costumbres, sus mandamientos? ¿Qué dirán las mujeres, despreciadas y perseguidas por un estrabismo atávico, que no les permite ser ellas mismas? ¿Tendrán algo que decir los científicos cuyos derechos de investigación se ven continuamente amputados en nombre de no se sabe qué principios inamovibles? ¿Tendrán alguna queja los homosexuales reducidos como totalidad de seres humanos al solo sexo, humillados y excluidos de la fraternidad universal que debe ser la Iglesia? ¿Podrán lamentarse los teólogos y filósofos anatematizados por el simple hecho de ahondar en el misterio? ¿Se quitarán de encima el calificativo de herejes todos aquellos que se atrevan a disentir de unas directrices, con tanta frecuencia absurdas, emanadas de mitras y báculos sin más formación que el adoctrinamiento canónico y la obediencia ciega al vicario de Cristo inexplicablemente hipostasiado con una Jefatura de Estado? ¿Podrá la Organización Mundial de la Salud y los Ministerios de Sanidad de los gobiernos impartir sus conclusiones sin verse perseguidos y desautorizados por una Iglesia acientífica, dogmática, infalible, enraizada en Constantino, confraternizada con el capital más opresor, prostituída con regímenes fascistas, pero concesionarios de privilegios sacrílegamente recibidos? ¿Será libre el hombre para ejercer la labor fraternal de aliviar el dolor humano, averiguando la maternidad de las células, la feliz fecundación in vitro, la despedida elegante de una muerte madurada como cosecha amorosa?
¿Iglesia perseguida? ¿Iglesia perseguidora?
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