¿SE MUERE LA DEMOCRACIA?
No hablo de “nuestra” democracia. Me refiero más bien
a la democracia como forma de entender la sociedad aquí, en Alemania o Canadá.
Es decir, a la democracia como forma vital de entendernos, de vivir, de
convivir.
No hace mucho, en Italia se arrinconó a un presidente
popularmente elegido y se le sustituyó por un tecnócrata impuesto por la
emperatriz europea Angela Merkel. Acabamos de asistir a la deposición de un
presidente elegido en Grecia. Su programa ha sido estrangulado por el poder
dictatorial de Europa y se han convocado nuevas elecciones. Y ante ese
estrangulamiento del programa del primer ministro, los partidos políticos
griegos se fraccionan y Europa se frota las manos porque al final impondrá unas
condiciones que hagan emerger el presidente sumiso y arrodillado que Alemania
necesita para ungirlo como lacayo de sus intereses.
De paso, esa Europa con nombre y apellidos alemanes,
nos pone ante el espejo-chantaje de lo que no está dispuesta a permitir y nos
exige que pongamos a la derecha que ella propicia y nos aleja de todos aquellos
que, queriendo subvertir “el orden establecido” abogan por una recuperación que
nos saque de nuestra situación de esclavos y nos devuelva la categoría de
ciudadanos.
El partido que ganó las elecciones en España, se
presentó con un programa florido de promesas. Las rompió al día siguiente de
ganas las elecciones. La herencia recibida llevó al gobierno a hacer lo que no
quería: destruir todo lo conseguido culpando a las circunstancias, a la crisis
(estafa). Rajoy argumentó que no era posible otra política y se dedicó a vivir
arrodillado ante la amante rubia. Lo que significaba que tenía que llevar a
cabo la política que le marcaban desde fuera porque no sabía hacer la que le
pedían sus votantes. En este sentido, España y Grecia se diferencian por el
grado de dignidad. Rajoy se siente cómodo inclinando la cerviz y Xipras dimite
porque su dignidad se lo exige.
Pero el problema va más allá. La democracia es el
menos malo de los sistemas. El ser menos malo implica que lleva en su seno una
maldad que es la preferible si la comparamos con otras maldades, las
dictaduras, por ejemplo. ¿Será posible acoger esa maldad venial en el futuro
mediante unas elecciones que sepan exigir a sus gobernantes el cumplimiento de
lo prometido? ¿Podremos reclamar la
satisfacción de las necesidades de dignidad,
de derechos humanos sociales, laborales, sindicales a lo que tenemos
derecho? Dicho de otra forma: ¿Podremos vivir una democracia sin tutelas, sin
exigencias exógenas, sin que nadie imponga unos criterios que no van incluidos
en la voluntad de la papeleta electoral?
¿Podremos desarrollar la democracia que tanta sangre costó sin
entregarle nutras urnas a la injerencia de quienes sólo pretenden un
concubinato con los mercado? ¿Primará el
ser humano por encima del dinero? Si la
democracia no es antropocéntrica, a mí personalmente no me interesa. Las
dictaduras son ególatras y por tanto detestables y corruptas en su misma raíz.
La dictadura impuesta por los mercados, las inversiones, los déficits, las
deudas, etc. llevan trajes último modelo, pero debajo van las polainas y las
pistolas de brillantes culatas. Las dictaduras disparan a la nuca. El dinero
fusila los estómagos, desprecia la ancianidad, la dependencia, la enfermedad,
la docencia, el hambre, la niñez. Y todo invocando el perverso orden
establecido.
Y aparece el miedo como arma anestesiante. Fuera del
orden establecido no hay salvación. No hay elección más que la obediencia a ese
orden impuesto por la crueldad del capitalismo. El miedo inyectado en el
desempleo, en los recortes sanitarios, en el desprecio por la dependencia, en
convertir a los jubilados en seres amenazados con la desaparición de sus
pensiones, en implantar el copago sanitario para descartar enfermos pobres, en
encarecer la universidad porque a un pueblo analfabeto se le maneja fácilmente
al antojo del primer postor. Cualquiera que proclame que las cosas pueden
cambiar, que la esclavitud es una indignidad, que los trabajadores tienen derechos,
que los desahucios deben suplirse por soluciones habitacionales, que el hambre
no es una solución sino una imposición, que un niño o un viejo valen
infinitamente más que un banco, que la dignidad y lo que conlleva es un derecho
inalienable,
que un enfermo terminal merece más respeto que quien
viaja en jet privado.
A todos esos constructores decentes de la historia les
llamaban antes utópicos, prostituyendo la utopía y convirtiendo en puta de
lujo. Ahora le llaman populismo despreciando así las aspiraciones del pueblo,
despojándolo de la grandeza que merece lo humano como centro del universo.
¿Se ha muerto la democracia? ¿Necesitaremos de unos
cristos laicos que la conviertan en resurrección?
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