martes, 8 de abril de 2014

RIO




Me gustan los besos navegables. Me lo dijo ella mostrando un río de ternura entre sus labios. Era una tarde. Una de esas tardes que se hacen recuerdo en los rincones de la memoria. Y ahí residen con la dulce nostalgia de lo vivido, de lo que te convierte en historia de ti mismo, en raíces de presente.

Besos navegables, dijo. Y me creció un mar entre las manos. Y soñaron mis dedos con su piel, con sus pechos creciendo bajo la blusa, invitándome al tacto, a la caricia, a hacerme pequeño para permanecer allí con la inocencia de un niño.

Besos navegables. Por su lengua fluvial, por el delta de su boca, por donde yo nacía cuando decía mi nombre. Porque yo estaba allí, en la cintura de su alma encinta, en el vientre de su palabra creadora.  A punto de ser parido. Puesto en el mundo por su aliento creador. Ella me parió cuando nos conocimos. Empecé a ser desde la primera vez que se reflejó en mis ojos.

Desabroché la blusa. Ella estaba de acuerdo. Me lo dijo aquella sonrisa, aquel suspiro, aquella forma de entornar los ojos. Entre mis manos estaban. Para siempre mis huellas en sus pezones cálidos, en el volumen breve de sus montes.

Y la piel de su espalda pidiendo el tacto, enseñando caminos hacia el sur, por donde sale el sol o se hace mujer la luna. No importaba la geografía. Estaba allí, desnuda, como una primavera boca arriba. Con los cerezos en el centro vital, sus flores oscuras, sus zarzas ardiendo, donde dios existe y lo adora Moisés.

Sus manos. Mis manos. Sus ojos. Mis ojos. Su cuerpo. Mi cuerpo. Todo en todo. El nudo anudado. Atados a una eternidad soñada. Fue una tarde. Una tarde cualquiera. Para siempre clavada. Ardiendo para siempre. Porque el siempre no tiempo sobre tiempo, sino nunca sobre nunca.


¿La besé? No consigo recordar. Le gustaban los besos navegables y yo sólo tenía barquitos de papel.

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