Me dan miedo los que, aún reconociendo sombras en su pasado, no están dispuestos a arrepentirse de nada porque –afirman- forma parte de su historia. Todo hombre tiene un ayer luminoso sin duda, pero también turbio. Junto al sol de los amaneceres existen noches de luto. Asumirlo no significa necesariamente su negación. Es más bien sostener la vacilante humanidad presente sobre el claroscuro de las propias raíces. Amar nuestro pasado es también redimir sus errores, inyectarlos de luz. Existir en el tiempo significa ante todo dominarlo y no permanecer enraizados en su inmutabilidad, sin capacidad de transformación. No somos lo inevitable que fuimos. Somos siempre creadores incluso del pasado.
Así es también la existencia de los pueblos. Cada uno tiene su época de oro como creador de literatura, de filosofía, de cultura, de aportación a la humanidad desde el campo científico. Pero todo pueblo tiene también manchas de sangre, de esclavitud propiciada, de falta de solidaridad, de opresiones mantenidas. Todos debemos asumir nuestra historia y redimiéndola y purificándola. Cada hombre y cada pueblo, por su intrínseca finitud existencial, tiene rincones obscuros que deben ser sacados a la luz para que toda la existencia de convierta en ramos de claridad. La muerte será así el encuentro con la propia verdad de la existencia.
Son demasiados los que se niegan a condenar el golpe de estado del 36 y sus cuarenta años de dictadura. Argumentan muchos motivos para esta negativa: Por lo menos con Franco vivíamos en paz, decía María San Gil. La serenidad y el sosiego de aquella época son suficientes para que Mayor Oreja los añore. Y últimamente es Utrera Molina el que muestra su indignación: "Nunca creí que se vulneraran las leyes de la caballerosidad para lanzar un ataque a quien, ya muerto, respira aún junto al corazón de muchos españoles” "¿Cómo es posible, -se pregunta el suegro de Gallardón- que se pueda herir con tanta furia a quien nos gobernó durante un periodo de paz constructivo y eficiente y a quien se debe, queramos o no, la restauración de la monarquía actual, precisamente en la persona de Juan Carlos I?"
Estremece tanta incapacidad de reconocimiento, tanta ceguera. Sólo ven el paso alegre de la paz sin importarle que se abrían camino entre sangre, mordazas de silencio, mutilación de derechos, expulsión de miles y miles de españoles que necesitaron Pirineos de por medio, Atlántico de por medio para morir en el exilio o sobrevivir en la añoranza de una patria original.
El golpe militar del 36 pertenece a nuestra historia. Los cuarenta años empapados de hombres, mujeres y niños que nunca fuimos niños, pertenecen a nuestra historia. No debemos olvidarla. Pero la forma única de incorporarla a nuestra existencia lucidamente humana y actual es reconociendo su capacidad destructora. Tuvimos que inventar un futuro que el dictador quiso dejar atado y bien atado. Nuestros hijos nacieron bajo una Constitución abierta de par en par a la libertad que no fue consecuencia del franquismo ni herencia regalada, sino osadía y atrevimiento fundador de quienes decidimos un mañana en libertad.
Los que añoran, los que sienten nostalgia, los que todavía hoy estarían dispuestos a dar un golpe de estado a la alegría, a fusilar la esperanza creadora del mañana, deberían agradecer a la democracia la posibilidad de expresión que tienen y que ellos nos negaron.
Redimir la historia es adjuntarla al gozo de la resurrección de los pueblos.
Así es también la existencia de los pueblos. Cada uno tiene su época de oro como creador de literatura, de filosofía, de cultura, de aportación a la humanidad desde el campo científico. Pero todo pueblo tiene también manchas de sangre, de esclavitud propiciada, de falta de solidaridad, de opresiones mantenidas. Todos debemos asumir nuestra historia y redimiéndola y purificándola. Cada hombre y cada pueblo, por su intrínseca finitud existencial, tiene rincones obscuros que deben ser sacados a la luz para que toda la existencia de convierta en ramos de claridad. La muerte será así el encuentro con la propia verdad de la existencia.
Son demasiados los que se niegan a condenar el golpe de estado del 36 y sus cuarenta años de dictadura. Argumentan muchos motivos para esta negativa: Por lo menos con Franco vivíamos en paz, decía María San Gil. La serenidad y el sosiego de aquella época son suficientes para que Mayor Oreja los añore. Y últimamente es Utrera Molina el que muestra su indignación: "Nunca creí que se vulneraran las leyes de la caballerosidad para lanzar un ataque a quien, ya muerto, respira aún junto al corazón de muchos españoles” "¿Cómo es posible, -se pregunta el suegro de Gallardón- que se pueda herir con tanta furia a quien nos gobernó durante un periodo de paz constructivo y eficiente y a quien se debe, queramos o no, la restauración de la monarquía actual, precisamente en la persona de Juan Carlos I?"
Estremece tanta incapacidad de reconocimiento, tanta ceguera. Sólo ven el paso alegre de la paz sin importarle que se abrían camino entre sangre, mordazas de silencio, mutilación de derechos, expulsión de miles y miles de españoles que necesitaron Pirineos de por medio, Atlántico de por medio para morir en el exilio o sobrevivir en la añoranza de una patria original.
El golpe militar del 36 pertenece a nuestra historia. Los cuarenta años empapados de hombres, mujeres y niños que nunca fuimos niños, pertenecen a nuestra historia. No debemos olvidarla. Pero la forma única de incorporarla a nuestra existencia lucidamente humana y actual es reconociendo su capacidad destructora. Tuvimos que inventar un futuro que el dictador quiso dejar atado y bien atado. Nuestros hijos nacieron bajo una Constitución abierta de par en par a la libertad que no fue consecuencia del franquismo ni herencia regalada, sino osadía y atrevimiento fundador de quienes decidimos un mañana en libertad.
Los que añoran, los que sienten nostalgia, los que todavía hoy estarían dispuestos a dar un golpe de estado a la alegría, a fusilar la esperanza creadora del mañana, deberían agradecer a la democracia la posibilidad de expresión que tienen y que ellos nos negaron.
Redimir la historia es adjuntarla al gozo de la resurrección de los pueblos.
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