lunes, 22 de octubre de 2012


SER RADICAL



Últimamente hay un empeño manifiesto en degradar el término radical cuando a política se refiere. Las manifestaciones que rodean el Congreso, las de funcionarios, docentes, sanitarios, se convierten el “algaradas” de radicales de extrema izquierda y antisistemas. Coinciden en sus farsantes análisis el Presidente y su ministro Wert. Las gentes bienpensantes que permanecen en sus casas tomándose un café de media tarde son por el contrario los buenos españoles alabados por Rajoy porque ellos –se supone que en su totalidad- apoyan los recortes del gobierno, la intromisión de Gallardón en el cuerpo de la mujer, el desprecio de Wert por la ciudadanía, las falsedades de Montoro y De Guindos sobre economía o el deseo vehemente de que se jodan los parados de la niña Fabra.

Los desahuciados, los que exigen derechos, una sanidad preventiva y curativa, una docencia que construya futuro, una mano económica para apoyar la vida dolorida de los dependientes, los que quieren expresar sus ideas, los que reclaman ser actores permanentes de la democracia, los que no soportan sentirse relegados al voto cada cuatro años, todos esos son radicales de mala calaña, peligro para la España grande y libre, añorantes de un marxismo desnortado, apóstatas de la vida apacible y serena que disfrutó Mayor Oreja durante el franquismo.

Y sometiéndose a esa falsa visión de la radicalidad, la izquierda se autodenomina centro-izquierda, izquierda moderada, lejos de extremismos peligrosos, de planteamientos radicales. Radical, según la Real Academia es lo “perteneciente o relativo a la raíz” “lo fundamental”  ¿Cómo puede la izquierda apartarse de la elemental y escuálida definición de la Real Academia para refugiarse en un centrismo destructor de sí misma,  que copula con un centro-derecha para engendrar una misma visión económica aplastante y que recae sobre la mayoría de la ciudadanía? Porque en esa convergencia de centrismo se fundamenta la visión negativa de la política y de los políticos: son todos iguales. Y a veces no falta razón para esta visión raquítica en su enfoque. En ese ombligo contemporizan la izquierda y la derecha, en ese punto coinciden y desde ahí arrojan la miseria sobre la población más pobre que permanece expectante de un cobijo redentor. No puede mirar a la derecha porque conoce sus raíces. No puede mirar a la izquierda porque la encuentra en un terreno económico condescendiente con el poder. Y entonces se alberga en la indiferencia cuando no en el desprecio.

Necesitamos una izquierda clara en sus enunciados, decidida en su oposición y creadora de soluciones que aporten esperanza en la sociedad. No debe satisfacer su ego salpicando el rostro del gobierno con un barro prefabricado. Debe denunciar con energía las tropelías de un incumplimiento programático, de promesas pisoteadas a los pocos días de la toma del poder, de las privatizaciones de los servicios públicos que desmantelan el estado de bienestar canjeándolo por concesiones al capital para hacer negocio con la sanidad, la educación, las amnistías, la evasión de capitales. Necesitamos esa oposición decidida, ese grito no acallado. Y se le exige que esa denuncia la haga, no sólo en el Parlamento, sino en la calle, junto a los sin techo, los sin pan, los sin un trozo de esperanza que llevarse al alma. Que se ponga al frente de quienes descontentos con el desguace de salarios, de despidos, de pensiones, de desahucios se han erigido en grito vertical en las aceras un día y sí y el otro también. Unidad de la izquierda, de toda la izquierda, hombro a hombro con la desesperación de una juventud sin futuro, de una madurez laboral sin futuro, de una niñez sin futuro, sin una vejez sin futuro. Porque del futuro se trata surgiendo de un presente machacado por los mercados, por el déficit, por los bancos.

Y a esa oposición ejercida con músculo y sin concesiones, le exigimos un futuro que se enfrente a un capitalismo feroz que coloca el supremo valor del hombre por debajo del dinero, que se exija una distribución de la riqueza que cicatrice el abismo entre pobres y ricos, que funde una conciencia de que la prosperidad de un país la crea principalmente el trabajo y no el empresario como único dispensador de un derecho que me viene otorgado por la misma Constitución.

Una oposición así no será nunca de CENTRO-IZQUIERDA. Dejemos que otros necesiten llamarse de CENTRO-DERECHA. Suena a careta carnavalesca. Tenemos que dignificar el término “radical”, darle contenido, llevarlo por dentro y aflorarlo sin miedo. Y sobre todo ejercerlo.







1 comentario:

pcjamilena dijo...

Radicalmente de acuerdo con su artículo. Cuando se ha venido demonizando el radicalismo, como algo fuera de sitio, que molesta. ¿Quiénes son los que se sienten molestados? Son aquellos que sin problemas de supervivencia básicos, no están dispuestos a que nadie les perturbe lo que por herencia, por su trabajo, por suerte o sepa dios por qué, temen perderlo.

Hoy, cuando los estragos de la pobreza ya no están en un extremo sólo. Ésta, al avanzar incorporando más y más individuos al descalabro de la economía familiar, llegando a la indigencia y a la indignidad de un sistema. Quizás la solución está en que, al ser muchos más los sufridores. Los culpables queden más señalados y localizados. Al tiempo que se radicalicen las protestas, y que éstas sirvan para algo. ¡NO TODOS ESTAMOS A SALVO!

Como siempre un abrazo Rafael.