POBREZA CONSTITUCIONAL
Llevamos
años con el orgullo en la solapa. Nació una Constitución emergiendo de las
botas de El Pardo. Habíamos logrado la libertad y ahora apoyábamos el futuro en
una Ley que consagraba derechos para siempre –se suponía- inalienables. El país
disfrutaba de la serenidad de quien ha llegado a la meta. Atamos los miedos con
sogas, les amarramos piedras rocosas y los sumergimos para siempre en un mar
olvidado.
Pasamos
de ser súbditos a sentirnos ciudadanos. Se implantó la dignidad como bandera
para hacer camino, para traspasar pirineos fronterizos, para vivir una apertura
como la mayoría de las naciones, poniendo al servicio de los ciudadanos todo el
bagaje económico, histórico y existencial. Depositario el pueblo de la soberanía,
nada ni nadie puede usurpar los derechos sin constituirse en ladrón de la
dignidad. Derecho a un trabajo digno, a una vivienda digna, a una atención
sanitaria digna, a un respeto digno a nuestros mayores, a un cuidado en
dignidad a nuestros pequeños. En definitiva, a un estado volcado sobre lo
humano para salvarlo del egoismo y defenderlo de la tentación de la ocupación
sacrílega de su grandeza.
Treinta
y tantos, son ya treinta y tantos. ¿Está la Constitución en su edad madura, más
bella y atractiva por tanto que cuando nació? No. Su historia es la historia de un
incumplimiento. Los políticos juran o prometen cumplir y hacerla cumplir. Y mantenemos la expectativa de que ese
juramento-promesa se haga realidad. Y pasa un gobierno y otro y otro. Y se
agudiza la decepción. Y ahí radica un desamor ciudadano hacia la política y los
políticos, desprecio que mirado con perspectiva hace estremecer los pilares
mismos de la democracia. Esa rotura permanente de la dignidad hace crecer con
frecuencia movimientos totalitarios, dictatoriales, salvapatrias de mercadillo
que llegan a ser apetecidos. Grecia, cuna y ejemplo de democracia, es un
exponente que tenemos delante y que vuelve a hacer presente tiempos de plomo,
de tiro en la nuca, de muertos por las tapias blancas de los cementerios con
vocación de cunetas cavadas para el olvido.
Se
fabricó una crisis con cimientos de egoismo. Se despeñó sobre el pueblo y se
desguazaron sus derechos para mucho tiempo. Los ricos empezaron a ser más ricos
y los pobres más pobres. Y los primeros a costa de los segundos. Alguien sacó
de la chistera el mantra: el pueblo, sólo el pueblo, ha vivido por encima de
sus posibilidades. No los políticos con su quehacer ciego. No los bancos con la
usura tatuada en los genes. No. El pueblo. El de la hipoteca esclavizante
durante cuarenta años, el del coche con letras a sesenta meses, el de la caña
dominguera, el del partido en el transistor, el de quince días en Benidorm, el
de catorce horas diarias de oficina, de andamio, de arado. Esos vivieron por
encima de sus posibilidades y ahora deben soportar sobre sus espaldas el peso
inaguantable de la crisis.
Casi
a finales de su mandato, el Presidente Zapatero se amancebó con el Partido
Popular. De aquella prostitución de carretera nació una modificación
constitucional de espaldas al pueblo, a su voz, a su soberanía. Y desde
entonces, la Constitución manda que el
dinero de todos los españoles tenga como destino el cumplimiento de una
prioridad absoluta sobre cualquier otro derecho o necesidad de la ciudadanía:
el pago de la deuda ocupa el mandato primero con auténtico desprecio de
derechos y necesidades por más urgentes que sean para el bienestar del pueblo.
Y
de aquella fornicación infame nace lo que hoy vivimos. Millones de parados,
desahucios, sanidad enferma, educación minusvalorada, dependencia abandonada,
investigación perdida, hambre, miseria, desesperación, suicidios. Ese es el
mandamiento primero y el segundo es similar a éste: saciarás a los mercados por
encima de todas las cosas.
Los
actuales gobernantes cumplen ese mandato constitucional con un desprecio
abominable de todos los demás. Parieron esa herencia, la unieron a una ideología
destructora de lo público y por ahí andan diariamente empujando a la miseria a
comedores sociales, privatizando una sanidad, una educación, echándose en manos
de empresarios sin escrúpulos, de opciones religiosas sectarias, empeñados en
profundizar el abismo entre pobres y ricos.
¿Podemos
seguir teniendo como norma constitucional una ley capaz de amparar y promover
el desprecio por los derechos más fundamentales de la persona?
No hay comentarios:
Publicar un comentario