jueves, 18 de octubre de 2012



POBREZA CONSTITUCIONAL



Llevamos años con el orgullo en la solapa. Nació una Constitución emergiendo de las botas de El Pardo. Habíamos logrado la libertad y ahora apoyábamos el futuro en una Ley que consagraba derechos para siempre –se suponía- inalienables. El país disfrutaba de la serenidad de quien ha llegado a la meta. Atamos los miedos con sogas, les amarramos piedras rocosas y los sumergimos para siempre en un mar olvidado.

Pasamos de ser súbditos a sentirnos ciudadanos. Se implantó la dignidad como bandera para hacer camino, para traspasar pirineos fronterizos, para vivir una apertura como la mayoría de las naciones, poniendo al servicio de los ciudadanos todo el bagaje económico, histórico y existencial. Depositario el pueblo de la soberanía, nada ni nadie puede usurpar los derechos sin constituirse en ladrón de la dignidad. Derecho a un trabajo digno, a una vivienda digna, a una atención sanitaria digna, a un respeto digno a nuestros mayores, a un cuidado en dignidad a nuestros pequeños. En definitiva, a un estado volcado sobre lo humano para salvarlo del egoismo y defenderlo de la tentación de la ocupación sacrílega de su grandeza.

Treinta y tantos, son ya treinta y tantos. ¿Está la Constitución en su edad madura, más bella y atractiva por tanto que cuando nació? No.  Su historia es la historia de un incumplimiento. Los políticos juran o prometen cumplir y hacerla cumplir.  Y mantenemos la expectativa de que ese juramento-promesa se haga realidad. Y pasa un gobierno y otro y otro. Y se agudiza la decepción. Y ahí radica un desamor ciudadano hacia la política y los políticos, desprecio que mirado con perspectiva hace estremecer los pilares mismos de la democracia. Esa rotura permanente de la dignidad hace crecer con frecuencia movimientos totalitarios, dictatoriales, salvapatrias de mercadillo que llegan a ser apetecidos. Grecia, cuna y ejemplo de democracia, es un exponente que tenemos delante y que vuelve a hacer presente tiempos de plomo, de tiro en la nuca, de muertos por las tapias blancas de los cementerios con vocación de cunetas cavadas para el olvido.

Se fabricó una crisis con cimientos de egoismo. Se despeñó sobre el pueblo y se desguazaron sus derechos para mucho tiempo. Los ricos empezaron a ser más ricos y los pobres más pobres. Y los primeros a costa de los segundos. Alguien sacó de la chistera el mantra: el pueblo, sólo el pueblo, ha vivido por encima de sus posibilidades. No los políticos con su quehacer ciego. No los bancos con la usura tatuada en los genes. No. El pueblo. El de la hipoteca esclavizante durante cuarenta años, el del coche con letras a sesenta meses, el de la caña dominguera, el del partido en el transistor, el de quince días en Benidorm, el de catorce horas diarias de oficina, de andamio, de arado. Esos vivieron por encima de sus posibilidades y ahora deben soportar sobre sus espaldas el peso inaguantable de la crisis.

Casi a finales de su mandato, el Presidente Zapatero se amancebó con el Partido Popular. De aquella prostitución de carretera nació una modificación constitucional de espaldas al pueblo, a su voz, a su soberanía. Y desde entonces, la  Constitución manda que el dinero de todos los españoles tenga como destino el cumplimiento de una prioridad absoluta sobre cualquier otro derecho o necesidad de la ciudadanía: el pago de la deuda ocupa el mandato primero con auténtico desprecio de derechos y necesidades por más urgentes que sean para el bienestar del pueblo.

Y de aquella fornicación infame nace lo que hoy vivimos. Millones de parados, desahucios, sanidad enferma, educación minusvalorada, dependencia abandonada, investigación perdida, hambre, miseria, desesperación, suicidios. Ese es el mandamiento primero y el segundo es similar a éste: saciarás a los mercados por encima de todas las cosas.

Los actuales gobernantes cumplen ese mandato constitucional con un desprecio abominable de todos los demás. Parieron esa herencia, la unieron a una ideología destructora de lo público y por ahí andan diariamente empujando a la miseria a comedores sociales, privatizando una sanidad, una educación, echándose en manos de empresarios sin escrúpulos, de opciones religiosas sectarias, empeñados en profundizar el abismo entre pobres y ricos.

¿Podemos seguir teniendo como norma constitucional una ley capaz de amparar y promover el desprecio por los derechos más fundamentales de la persona?


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