SER RADICAL
Últimamente
hay un empeño manifiesto en degradar el término radical cuando a política se
refiere. Las manifestaciones que rodean el Congreso, las de funcionarios,
docentes, sanitarios, se convierten el “algaradas” de radicales de extrema
izquierda y antisistemas. Coinciden en sus farsantes análisis el Presidente y
su ministro Wert. Las gentes bienpensantes que permanecen en sus casas
tomándose un café de media tarde son por el contrario los buenos españoles
alabados por Rajoy porque ellos –se supone que en su totalidad- apoyan los
recortes del gobierno, la intromisión de Gallardón en el cuerpo de la mujer, el
desprecio de Wert por la ciudadanía, las falsedades de Montoro y De Guindos
sobre economía o el deseo vehemente de que se jodan los parados de la niña
Fabra.
Los
desahuciados, los que exigen derechos, una sanidad preventiva y curativa, una
docencia que construya futuro, una mano económica para apoyar la vida dolorida
de los dependientes, los que quieren expresar sus ideas, los que reclaman ser
actores permanentes de la democracia, los que no soportan sentirse relegados al
voto cada cuatro años, todos esos son radicales de mala calaña, peligro para la
España grande y libre, añorantes de un marxismo desnortado, apóstatas de la
vida apacible y serena que disfrutó Mayor Oreja durante el franquismo.
Y
sometiéndose a esa falsa visión de la radicalidad, la izquierda se autodenomina
centro-izquierda, izquierda moderada, lejos de extremismos peligrosos, de
planteamientos radicales. Radical, según la Real Academia es lo “perteneciente o relativo a la raíz” “lo
fundamental” ¿Cómo puede la izquierda
apartarse de la elemental y escuálida definición de la Real Academia para
refugiarse en un centrismo destructor de sí misma, que copula con un centro-derecha para
engendrar una misma visión económica aplastante y que recae sobre la mayoría de
la ciudadanía? Porque en esa convergencia de centrismo se fundamenta la visión negativa
de la política y de los políticos: son todos iguales. Y a veces no falta razón
para esta visión raquítica en su enfoque. En ese ombligo contemporizan la
izquierda y la derecha, en ese punto coinciden y desde ahí arrojan la miseria
sobre la población más pobre que permanece expectante de un cobijo redentor. No
puede mirar a la derecha porque conoce sus raíces. No puede mirar a la
izquierda porque la encuentra en un terreno económico condescendiente con el
poder. Y entonces se alberga en la indiferencia cuando no en el desprecio.
Necesitamos una izquierda clara en sus
enunciados, decidida en su oposición y creadora de soluciones que aporten
esperanza en la sociedad. No debe satisfacer su ego salpicando el rostro del
gobierno con un barro prefabricado. Debe denunciar con energía las tropelías de
un incumplimiento programático, de promesas pisoteadas a los pocos días de la
toma del poder, de las privatizaciones de los servicios públicos que
desmantelan el estado de bienestar canjeándolo por concesiones al capital para
hacer negocio con la sanidad, la educación, las amnistías, la evasión de
capitales. Necesitamos esa oposición decidida, ese grito no acallado. Y se le
exige que esa denuncia la haga, no sólo en el Parlamento, sino en la calle,
junto a los sin techo, los sin pan, los sin un trozo de esperanza que llevarse
al alma. Que se ponga al frente de quienes descontentos con el desguace de
salarios, de despidos, de pensiones, de desahucios se han erigido en grito
vertical en las aceras un día y sí y el otro también. Unidad de la izquierda,
de toda la izquierda, hombro a hombro con la desesperación de una juventud sin
futuro, de una madurez laboral sin futuro, de una niñez sin futuro, sin una
vejez sin futuro. Porque del futuro se trata surgiendo de un presente machacado
por los mercados, por el déficit, por los bancos.
Y a esa oposición ejercida con músculo y
sin concesiones, le exigimos un futuro que se enfrente a un capitalismo feroz
que coloca el supremo valor del hombre por debajo del dinero, que se exija una
distribución de la riqueza que cicatrice el abismo entre pobres y ricos, que
funde una conciencia de que la prosperidad de un país la crea principalmente el
trabajo y no el empresario como único dispensador de un derecho que me viene
otorgado por la misma Constitución.
Una oposición así no será nunca de
CENTRO-IZQUIERDA. Dejemos que otros necesiten llamarse de CENTRO-DERECHA. Suena
a careta carnavalesca. Tenemos que dignificar el término “radical”, darle
contenido, llevarlo por dentro y aflorarlo sin miedo. Y sobre todo ejercerlo.
1 comentario:
Radicalmente de acuerdo con su artículo. Cuando se ha venido demonizando el radicalismo, como algo fuera de sitio, que molesta. ¿Quiénes son los que se sienten molestados? Son aquellos que sin problemas de supervivencia básicos, no están dispuestos a que nadie les perturbe lo que por herencia, por su trabajo, por suerte o sepa dios por qué, temen perderlo.
Hoy, cuando los estragos de la pobreza ya no están en un extremo sólo. Ésta, al avanzar incorporando más y más individuos al descalabro de la economía familiar, llegando a la indigencia y a la indignidad de un sistema. Quizás la solución está en que, al ser muchos más los sufridores. Los culpables queden más señalados y localizados. Al tiempo que se radicalicen las protestas, y que éstas sirvan para algo. ¡NO TODOS ESTAMOS A SALVO!
Como siempre un abrazo Rafael.
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