¿SOY DEMOCRATA?
Los
españoles somos demócratas de toda la vida. Desde Manuel Fraga hasta mi vecino
del quinto envuelto en águilas y fotos de aquel militar bajito que se fue por
Cuelgamuros. Ser demócrata es tan fácil como colgarse un escapulario del Carmen y
canjearlo por una vida eterna con ángeles que te sirven el café de media tarde.
Algunos
tuvimos que aprender la democracia en las afueras de esa España atacada por
hordas judeomasónicas. Supimos que el otro era un compañero y nunca un
confidente político-social. Tardamos en asimilar que se podía pensar, leer a
Sartre y a Camus sin que te descerrajaran la vida por la espalda.
Treinta
y tantos años desde entonces. Desde los brazaletes de luto los hombres y las
mujeres mantilla o pañuelos de pueblo triste. Treinta y tantos años desde
entonces, cuando se hizo libertad la alegría y futuro-esperanza un pasado gris
plomizo.
Ya
estamos aquí. Con la democracia entre las manos. Con la decisión de elegir. La
joven democracia. Camino de la madurez tal vez, porque treinta y tantos años
dan para madurar y ser responsable del propio rostro. Tienen arrugas la Constitución y un tanto de
alopecia los padres primitivos que la parieron.
Treinta
y tanto años desde entonces. Empiezan a desvanecerse los ideales primeros, a
deshojarse las ilusiones tempranas. ¿Pudo haber sido y no fue? La corrupción de
bolsillo, pero sobre todo la corrupción de la palabra, ha ido desescombrando la
responsabilidad de cada uno y cargándola en las espaldas de una democracia
adoptada sin sentirnos padres biológicos de la criatura. Que la hagan los
otros. Y esos otros nos han defraudado tanto que la calle se llena de
apóstatas, iconoclastas que añoran tal vez una dirección unívoca a fuerza de
bota y correajes. Y entonces se nos cuela el frío entre los huesos y el miedo
resbala como una gota helada por la espalda.
La
democracia, como el ser humano, no es un dato estancado, cosificado y terminado
en sí mismo. Es un proyecto siempre abierto, una empresa, que diría Laín, un
camino que se hace pisada a pisada, como canta Machado desde su muerte
exiliada. Lleva tu nombre y el mío.
Las
calles españolas son un grito, un fuego, una llamarada de conciencia
traicionada. Ahí andamos, menos de lo que debiéramos, gritando el hambre, el
desahucio, la enfermedad, el abandono de quien depende de una mano para
agarrarse a la vida, de viejo con el alma artrítica en busca de gelocatil analgésico.
Ahí estamos, humanidad de colores blanco, negro, amarillo, hombres, mujeres y
niños separando la vida de la muerte con una tarjeta de plástico azul y blanca.
Y se queman las calles con manos blancas como llamas, como banderas de
inocencia machacada. Rebotando el grito contra cascos de hombres negros, muy negros,
condecorados por Coxidó y Jorge Fernández, contra el hambre ahondando en cubos
de basura, contra vírgenes condecoradas porque no quieren ser francesas.
Y
Rajoy despreciando el grito de la algarabía. Y Ussía mirando por encima del
hombro a la chusma. Y Marhuenda argumentando que el 25-S era una sublevación de
mazas y ladrillos. Golpe de estado
Cifuentes-Cospedal. Y que hay que esperar cuatro años para ejercer la
democracia en las urnas porque la calle, el pan, la libertad y los derechos pueden
esperar. Si cuarenta años aguantamos, podemos pasar pisados bastantes menos.
Y
mucha ciudadanía dando la razón a la Razón, al ABC, a La Gaceta, a los ussías y
marhuendas y serranos. Y millones de españoles, los buenos españoles, con su
adhesión inquebrantable, viendo a Bertín Osborne beatificando el mundo Y otra ciudadanía, la golpista, la radical de
extrema izquierda, proetarras, malhechores y hordas, comunistas, pijos-ácratas
exigiendo la propiedad de la vida.
Si
la democracia es un quehacer común, ¿soy demócrata?
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