FUE AQUELLA TARDE
Los tres: la tarde, ella y yo. Se
fue la tarde al río. Le gustaba bucear y encontrar utopías allí donde el agua
tenía sus raíces, en la hondura, donde el silencio era un canto rodado
purificado por el roce verde de las algas. La tarde estaba desnuda para que el
río aprendiera a andar por montes y llanuras, por la hermosa geografía de su
piel.
Ella y yo en la orilla. Miradas
hondas. Asomadas a los adentros como la tarde en el río. Intuyendo el temblor
de la carne, el escalofrío de la proximidad, desnudando el rubor de la sangre
viva, andando y desandando los caminos del deseo. Las llamas que consumen las
venas. La pasión que incendia los labios hasta quemar otros labios.
Ella y yo. Deseando nadarnos los
cuerpos, braceando hasta el margen más delicado, más íntimo, donde el gemido es
el eco de la piel sorprendida, de la plenitud revelada, de la epifanía
entreabierta para que penetre el sol y se haga luz por dentro. Y que todas las
vidrieras exploten de alegría como una catarata.
La tarde allí, bebiéndose el
corazón del río. Ella y yo aquí donde la sombra era el velo que cubría la
desnudez. Porque poco a poco las manos desabrochaban fronteras y andaban el
terreno moreno de los cuerpos. Poco a poco, roturando caminos nunca recorridos,
estudiando la orografía perfecta de la belleza, empañando las bocas con un
aliento de vino amargo.
La tarde nos dio la espalda. La
tarde boca arriba para que la penetrara el río, para que la fecundara esa luna
rojiza, partida en gajos como una naranja poblada de azahar. Ella y yo
entonces. Tragándonos los besos, bebiendo las caricias, uniendo las distancias.
Pechos que se encuentran. Vientres que se reconocen. Heridas que se tapan para
que el amor no se derrame. Ella y yo tiempo. Ritmo. Quietud. Caballos blancos
que galopan. Mares infinitos guardados en gemidos. El mundo dentro de su
caracola sonora. Peces deslumbrados iluminando los agujeros del agua.
Como la tarde nosotros. De nuevo
la quietud. La trinidad serena. La tarde, ella y yo.
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