AZUCAR
María no se llamaba María, pero me hubiera gustado que
se llamara así porque es un nombre íntimo. Me acostumbré a mirarla como si en
realidad fuera María. Tenía la mirada llena de besos y la boca sembrada de
palmeras. María era hermosa como un amanecer, como un mar sobresaltado de
alegría. Sonreía como si el mundo se abriera en dos y descubriera que su alma
tiene los contornos de la luna.
-Ella: voy a tomar café.
-Yo: disuelve mi beso en tu taza. Quiero que se endulce
con mis labios.
-Ella: Lo hago siempre. Eres el azúcar de mi primer
café.
No éramos amantes. ¿O sí? Nunca trenzamos las manos
para pasear el amor por los jardines. Nunca nos urgió el deseo hasta fundirnos.
Nunca desnudamos los cuerpos en la hierba junto al río. Nunca nos citamos en la esquina de una
alegría. Nos habíamos tocado el alma y las almas se habían amado muchas noches
y las almas habían hecho el amor como lo hacen los cipreses con el viento.
La recordaré siempre. “Eres el azúcar de mi primer
café” Seguramente no había ensayado la frase. Le brotó con la espontaneidad con
la que brotan las flores que son hermosas simplemente porque son hermosas.
No se llamaba Julia. Pero Julia me sonaba a abrazos
maternales, a leche vivificante, a embozo de sábana por las noches, a manos que
curaban una herida de fútbol infantil. Julia me sabía a madre, a pan caliente,
a regalos de cumpleaños, a adiós temprano cuando era más madre porque uno ya
era más hijo.
-Ella:
voy a tomar café.
-Yo:
disuelve mi beso en tu taza. Quiero que te la endulcen mis labios.
-Ella:
siempre lo tomo amargo. Me gusta el sabor original del café puro, pero
siento
en mis labios la dulzura de tus labios antes del primer sorbo.
Julia usaba unas gafas con cristales al aire que le
imprimían cierta impronta intelectual. Era
perfecto su óvalo facial que asumía una boca perfecta. Y unas manos largas,
infinitas, aptas para recitar el cuerpo amado. Unas manos que hacía siempre
visibles porque sabía todo lo que despertaban en mi imaginación.
Tampoco fuimos amantes ¿O sí? Nos besamos una tarde de
lluvia. Debajo de un paraguas los besos están más cerca y es más fácil cerrar
los ojos para asumir el éxtasis del agua.
No he querido olvidarla. Incluso cuando la vida me
golpea, tiendo a refugiarme en ella y hasta siento mi ser amparado en sus manos
largas, peregrinas de la piel amada, que acercaba a su boca para mandarme besos
en cada despedida.
Hoy me siento frente a la memoria. Sonrío pensando que
fui el azúcar del primer café de María. No fuimos amantes. ¿O sí?
Ya tengo canas en la sangre. Me miro al espejo.
¿Seguirá sintiendo Julia en sus labios la dulzura de mis labios antes del
primer sorbo de café? No fuimos amantes. ¿O sí?
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