jueves, 29 de mayo de 2014

¿SE PUEDE PERDER LA DEMOCRACIA?



La fe, como el amor, es siempre una relación interpersonal. Y su formulación suprema se configura entre mi yo y el tú. Yo creo en ti, es la traducción de la realidad interior. No se trata, dice Von Baltasar, de creer en dogmas si de temas religiosos se trata, ni de una adhesión a las cualidades de algo o alguien. La fe es la expresión suprema de la interpersonalidad de la vida. El yo creo en ti está por encima y al margen de todo aquello que no sea el tú del otro.

El voto democráticamente ejercido es también un acto de fe. En realidad votamos a este o aquel partido porque creemos en él, en su honestidad, su sinceridad, su propósito de trabajar para la ciudadanía, su capacidad de diálogo con la sociedad, su conciencia de que le entregamos el poder de decisión (siempre hasta cierto punto) pero que la democracia como tal sigue siendo propiedad del pueblo. Cuando pierdo la fe en el partido que he votado, tengo que rectificar mi toma de decisión e inclinarme por otro cuyas cualidades me merezcan formular mi fe democrática y expresarla como se expresa la fe: yo creo en ti.

¿Qué sucede cuando los ciudadanos pierden la fe en todos los partidos que se ofrecen para gobernar?  Sucede que la desorientación democrática conlleva a la duda, a la desconfianza y la abstención. Y cuando es la mayoría de los ciudadanos quien pierde la fe, se pierde también la democracia. Surgen entonces los salva patrias de galones, gorra de plato y sable.

Cuando llevamos poco años de democracia, constatamos el fenómeno de una pérdida de fe en los políticos, una desafección que nos aboca al desinterés por la cosa pública, a la abstención como protesta rotunda.

¿Y por qué esta desafección? El ciudadano se experimenta como sujeto de un auténtico desprecio en cuanto  elector que padece el incumplimiento del programa con el que llegó al poder y por la osadía de hacer exactamente lo contrario de lo prometido en campaña electoral. Se traiciona así la palabra empeñada como promesa y se rompe en pedazos una vez conseguido el poder político. Y eso encierra una corrupción de la palabra que es lo más dañino para la democracia porque es la palabra el vientre donde nace el quehacer político democrático. El fraude, la estafa, el abismo entre lo prometido y lo realizado arranca del ciudadano la responsabilidad de colaboración y siembra el desengaño que pudre la voluntad de elección y distancia la política del interés ciudadano. Los políticos deben saber que la democracia es el rostro del pueblo, no una posesión comprada en las urnas.

Esta corrupción de la palabra es fundamental, pero existe otra corrupción, la de la apropiación dineraria, que repugna igualmente porque desprende el olor putrefacto y certifica que alguien quiere llegar a ocupar un cargo político por la facilidad de enriquecimiento y la impunidad que conlleva. Y de eso sabemos muchos los españoles. Comprendemos hasta cierto punto la corrupción, pero no comprendemos ni su defensa ni el trabajo partidario para conseguir su impunidad.

Otra característica que conduce a la desafección ciudadana con respecto a los partidos es el hermetismo en que se envuelven. Los partidos exigen una renuncia a la propia conciencia porque está implantada la uniformidad anquilosada del pensamiento único. Yo no puedo defender el aborto si mi partido en su conjunto se posiciona en su contra. Y la jerarquía del partido sanciona a quien no vote lo que está mandado por la dirección del mismo. Los partidos son bloques que aplastan la personalidad de cada votante. Y esto es absolutamente antidemocrático, porque si la democracia es pluralidad, la uniformidad es su polo opuesto. La dictadura partidaria es un elemento dictatorial incompatible con la democracia.

Los ciudadanos somos demócratas en la medida en que aceptamos gozosamente la pluralidad en todos los órdenes. El hermetismo nos aleja de los partidos. Esta lejanía hace que nos desentendamos de la política. Si un partido conceptúa a la mujer como alguien inferior al hombre, yo no podré pertenecer a él. Si su meta es privatizar la sanidad, la educación, las pensiones, la dependencia, etc. yo no podré estar de acuerdo. Si prefiere el hambre, la desesperanza, los desahucios, la banca, a la dignidad de lo humano, yo no podré afiliarme. Dicho con realismo, yo no podría pertenecer al Partido Popular ni estar de acuerdo con el gobierno al que sustenta.

Pero si los demás partidos caen en la misma concepción política, si defienden las mismas ideas aunque con un barniz de izquierdismo, tampoco puedo defender sus postulados.

Sólo seré capaz de adherirme a quien respete mi conciencia, se acerque a la realidad de lo humano, haga de los humano la meta y el centro de su quehacer político. Me interesa lo humano. Lo demás son suburbios políticos sin importancia.

Deberíamos ser muy conscientes de que la democracia es un tejido muy delicado que se nos puede romper entre las manos.



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