jueves, 23 de enero de 2014

LA INDIGNIDAD DEL TRABAJO


Tuve un catedrático de ética que dejó huella en mi quehacer humano. El trabajo, decía, dignifica al ser humano porque es su aportación a la construcción de un mundo que continuamente debe ser conformado como casa de la humanidad. Ser hacedor del mundo mediante el trabajo le aporta una dimensión de grandeza al esfuerzo personal de cada trabajador. Utópico, le llamaban a D. Julio. Teórico, le decían. Influyó tanto en mí, que con el correr de los años, me honra que me tachen de teórico, de utópico. Es algo que siempre llevo en la frente, pero pertenece a la hermosa herencia que me dejó aquel catedrático de ética.

Después vino el encuentro con lo que muchos denominan la vida, la realidad. Y uno fue aprendiendo otra lección: el trabajo era  una forma de ganarse el pan de cada día. Y era también una manera de sometimiento a un jefe en detrimento de la propia libertad.. Y nos enfrentamos a esa frase tan real, tan real, que hiere los ojos cuando se la mira de frente: “trabajar para otro” Nada de coadyuvar a la creación del mundo, al devenir del cosmos, de la historia, junto a los demás.. Es más exactamente colocarse debajo. La realidad consiste en engordar billeteras ajenas a base de doblar la espalda propia. Sí, es más bien la victoria de la realidad sobre la utopía. Mi profesor murió hace unos años. Yo sigo aquí, enfrentando la náusea sartriana, debatiendo la dualidad en que se erige mi historia personal, como tú con la tuya.

En estos momentos de estafa convertida en crisis, siento la orfandad que me produce su ausencia. Me gustaría poder quedar con él, tomar un café y pedirle que me abra caminos para regresar a sus enseñanzas, a mi urgencia personal y comunitaria para hacer del trabajo un elemento dignificante y volver así a aquella utopía laica pero bendita. La crisis, me diría, no ha producido la caída de los bancos. Por el contrario, la estafa de los bancos ha ocasionado la crisis, donde somos seres malditos, condenados por el capital.Y ahora, como siempre, pagan los más pobres.

Los países del sur de Europa se desangran. Hay una verdadera hemoptisis que extenúa el organismo sureño. Son millones los europeos que no tienen trabajo, que no tienen posibilidad de conseguirlo, aunque se les consuma la vida en la angustia de su búsqueda. Una persona de cincuenta años no tiene futuro porque es considerado demasiado viejo. Un ciudadano de veinticinco no tiene futuro porque es demasiado joven. Eso han conseguido: arrancar el futuro del horizonte vital de la gente. Y cuando no se tiene futuro se está muerto, definitivamente muerto.

Se abre cada vez más el muro vergonzante entre los que más tienen y los que no tienen nada. Sólo les queda el hambre, la sanidad convertida en negocio, el dolor en mercancía, enseñanza subastada al mejor postor, el desahucio y la carencia de derechos elementales como la libertad de expresión o de manifestación. Los pobres son peligrosos. Cuantos menos derechos tengan, mejor.

Los gobiernos se han convertido en prestidigitadores que nos hacen ver horizontes de colores, pero horizontes como escombros de luz. Y se repite machaconamente que el dinero de los ricos es el que crea riqueza, cuando en realidad es el sudor del trabajador el que engorda las cuentas bancarias de unos pocos, porque estas siempre se nutren de lo que injustamente se detrae de las espaldas  del de abajo. El trabajo es el que crea dinero. El empresario lo que hace es poner en el mercado ese dinero ganado para que le produzca más dinero. Debemos colocar a cada participante en el orden de salida que le corresponde.

Bruselas acaba de programar el futuro para los pueblos sureños. No habrá posibilidad de encontrar un trabajo que dignifique. Quien consiga un puesto de trabajo recibirá un sueldo tan exiguo que no le permitirá llevar una vida digna. Necesitará que los gobiernos suplementen esa percepción para poder más o menos comer. Es decir, la esclavitud se nos pone delante como meta y coordenada vital. Se convierte el hambre, la carencia de todo y el miedo en criterios para aceptar o rechazar ese puesto de esclavo. Un estómago que aúlla termina sometiéndose al chantaje miserable: esto es lo que hay y si no te sometes hay diez mil esperando su turno. Y si los gobiernos, escudándose en situaciones espurias, aseguran que no pueden llenar ese complemento, trabajaremos, pero sin que ello suponga una vida con un mínimo de dignidad. Los empresarios no podrán ni siquiera acudir a aquella falsa aseveración que afirmaba que daban de comer a quince familias (cuando la verdad era que quince familias le daban de comer a él). Hasta hace poco trabajar por mil euros estaba mal visto. Ahora te ofrecen cuatrocientos y parece que te están haciendo un favor.

Y esto es lo que viene porque esto es lo que se han propuesto con este genocidio económico.

La historia necesita un giro copernicano.  Mi viejo profesor siempre tuvo una ira contenida, envuelta en la paz de una sonrisa redentora. Hoy volvería a repetirme que las guerras las hacen los ricos, pero que las revoluciones sólo las hacen los pobres. Queda la esperanza como creación del futuro.







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