MITRA ENAMORADA
Se
ha enamorado el Obispo. Por aquella tierra ancha como el mar. Por donde Jorge
Cafrune, Atahualpa y Gardel. Por donde la palabra se convierte en seda. Por
donde el dulce de leche se hace humanidad gaucha de orgullo, bife y caballo.
Por donde el Buenos Aires moderno, Mar del Plata añorada, La Plata de trazos paralelos.
Por donde tuve un amor que se habrá hecho mayor como los trigales. Rusita le
llamaban. Pero no era su nombre. Era por su blancura rubia, su altura
cimbreante, el azul de sus ojos de nube azul exiliada.
Se
ha enamorado el Obispo. Corazón primero. Seguro que corazón primero. Casi nadie
tiene en cuenta el corazón de un Obispo. Casi nadie ha tenido en sus manos el
corazón tembloroso de un Obispo. Corazón-potro. Corazón desbocado. Corazón
solo. Corazón pedigüeño, exigente, rebelde contra leyes injustas que ignoran que sístole y diástole
fundan vida. Se ha enamorado el Obispo. Entrepierna después y también. Ante un
cuerpo gritando caricias. Besos gritando. Cintura para la suavidad de unas
manos. Sexo pidiendo ternura.
Se
ha enamorado el Obispo. Los vimos en el agua. Estrenando amistad con el mar,
poniendo de testigo al mar, haciendo cómplice al mar. Olas laicas bendiciendo.
Espuma laica bendiciendo. Salitre laico bendiciendo. De rodilla en el agua el
Obispo enamorado, la mujer enamorada. Ante la diosa agua, creadora presocrática
de vida. Rezándole al viento que se bañaba al lado del amor de un Obispo
enamorado, de una mujer con la cintura erecta de brisa sorprendida por el amor
de una mitra enamorada.
Al
fin y al cabo eso es la vida. Ir camino del amor, andar enamorándose, haciendo
huella por los pechos de una mujer seda y viento y escalofrío y vértigo.
Dejando fechas en la boca de un hombre, en el sexo de un hombre, en el temblor
de un hombre. Ahí van, hombre y mujer, patrocinando la vida, cuerpo dentro del
cuerpo, permanencia en el otro. Porque tocar la carne es buscar el alma
incorporada, habitante distante de la carne cercana.
Se
ha enamorado el Obispo. Papa escandalizado, Pontífices escandalizados,
sacerdotes escandalizados, seglares escandalizados. Los que proclaman el amor,
lo que predican el amor como eje alrededor del que debe girar en redondo la
vida, escandalizados. Apostatando de las caricias, de los besos, de los cuerpos
empotrados, de almas que van de la mano, de caminos que juntan sus árboles para
agrandar la redondez de una sombra que es hogar, residencia, estancia ancha
hasta que la muerte se adentre y se haga última mirada, despedida última, hasta
cuándo, cariño de hueso hasta siempre.
Se
ha enamorado el Obispo Fernando María Bargalló. Por los cincuenta y tantos va.
Por una edad sin edad ella. Con besos seguro incomprensibles, con la piel
rozando la piel provocada, con el abrazo que hace projimidad del cuerpo. Con el
amor descubierto sin más requisitos que los labios entreabiertos como lunas
menguantes.
Tú
y yo no los conocemos, pero se nos parecen. ¿Te acuerdas cómo nos quisimos?
¿Vives cómo nos queremos? Fue aquella entrevista para un periódico del sur. Me la pidió Javierre, José
María. Ya se fue. Tú y yo estamos aquí. Por entonces empezamos a sentirnos. Porque
también fue el mar, por la Chipiona de Rocío, de la Virgen de Regla morenita,
morochita diría el Obispo enamorado. Porque le comentamos también a las olas
que nos estábamos queriendo. Yo andaba por entonces como ahora, escribiendo. Tú
andabas empeñada en el cambio del mundo. Juntamos las manos, los besos, un hijo
y todavía estamos palpándonos el alma
Claro
que no soy Obispo y tú no eres empresaria. No tuvimos una cruz en el pecho ni
un anillo urbi et orbe. Eramos de calle, de adoquín y ladrillo hipotecado.
Pensé nuestro cariño y me acordé del Obispo que se topó con el amor como si
fuera un monte. Tal vez fue por el mar, por las olas testigos, por tus ojos de
espuma, por mis manos de sal, por los cuerpos de viento, por el hijo que nació
a las cinco en punto de la tarde, cuando España es torera, cuando le chorreó la vida a Ignacio Sánchez Mejías, cuando el
luto de Lorca, cuando el alma derrumbada de Federico.
Se
enamoró el Obispo. Alta ella como una palmera. Conciencia retorcida de dolor
desobediente, él. En un mar sufriente de
olas laicas. Tú y yo nos quisimos porque nos quisimos y nos comprendió la brisa
y aquí estamos.
No
sé por qué, pensando en tí esta mañana, me acordé del Obispo enamorado.
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