En el orden de preocupaciones de los españoles, la llamada clase política ocupa el tercer lugar. Precede con mucho al terrorismo que era hasta hace poco obsesión de las aceras. Antes de absorbernos los efectos devastadores de una banda empeñada en matar, los políticos se han ganado un lugar preferente en la problemática de los ciudadanos. La economía toca suelo. El paro le explota a muchas familias entre las manos. Y cuando la ciudadanía espera que sean los políticos quienes se esfuercen en aportar soluciones, resulta que son ellos quienes se convierten en el problema que sacude las calles y las plazas.
Resulta muy preocupante que ninguno de los dos líderes del panorama político alcance un nivel satisfactorio de confianza. El aire fresco que significó Zapatero en 2.004 se ha convertido en disnea asfixiante en 2.011. “No os fallaré” decía aquella noche. Hoy se nos ha despeñado aquella ilusión y hasta se intuye un fracaso electoral el año próximo.
Rajoy es bastante peor. Constituye un fracaso continuado. Ha perdido dos elecciones generales, y aunque se promete una futura presidencia del gobierno, no supera unos mínimos de confianza como para esperarlo como solución de nada. Permanece sentado, viendo pasar el tiempo como un prejubilado que no lleva futuro dentro.
Los políticos viven alejados del pueblo, de la realidad, de los problemas que nos oprimen cada día. Los diputados y senadores no dialogan con los electores de sus distritos. Sólo cada cuatro años regresarán en campaña prometiendo que la enseñanza, que las comunicaciones, que la sanidad, que los parados, que los dependientes. España se arregla en tiempo electoral y se anquilosa en tiempos de gobierno.
La ciudadanía palpa esta lejanía y la transforma en desafección. El síndrome de la Moncloa, del escaño, del coche oficial, distancia del andamio, de la oficina, del quehacer doméstico.
El 15 de Febrero apareció un tal “pérezlópez” firmando un comentario en EL PLURAL que decía literalmente: “EL problema de España, es decir, de los españoles, es que el Estado Autonomista hace posible que sean muchos los que se dedican a la política; y a la política, por propia naturaleza van los corruptos o los que tienen voluntad de corromperse” Buscan un sueldo y como éste no les basta se ven abocados a la corrupción. Y propone como solución la “liquidación del estado de las autonomías” porque consecuencia de ellas son el paro, los bajos sueldos, los independentismos, la falta de competitividad, las míseras pensiones, la desilusión empresarial, los reinos de taifas. ¡Que Dios nos ayude! dice el comentarista.
José María Aznar sostiene la misma teoría catastrofista. La verdad es que el expresidente sólo paladea amarguras cuando de España se trata y cuando expone su visión de estadista a sueldo de universidades extranjeras y de medios de comunicación pagados en moneda de fracaso. Pero es verdad que corresponde a muchos ciudadanos una visión absolutamente pesimista de la política y de los hombres dedicados a ella. Y contribuye de manera definitiva la corrupción no atajada desde su raíz, la contemporización con desmanes sobrellevados cuando no defendidos desde las cúspides, la cobardía que supone anteponer nombres enfangados a intereses comunes.
Mientras no se recupere la integridad, el compromiso, la pedagogía, el reconocimiento de los propios errores, la conjunción política-ciudadanía no podremos exigir una implicación definitiva de cada ciudadano. La democracia es una responsabilidad gozosa de cada uno. De lo contrario no debemos extrañarnos de añoranzas destructivas de un pasado que nunca está definitivamente enterrado.
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