“España es cristiana o deja de ser España” Lo repite machaconamente el Cardenal Cañizares. “Se debe votar a los partidos que creen en el evangelio,” aconsejaban los Obispos gallegos en las últimas elecciones autonómicas. Los españoles tenemos que retrotraernos muchos años para comprender los planteamientos de un cristianismo golpista y añejo, impuesto desde la primacía mitrada y desde la soberanía del Pardo. Y no hablemos de regímenes bendecidos por la Iglesia porque se mecen en la memoria macarenas con bandas de Queipos torturadores.
España se ha descristianizado y por tanto hay que reevangelizarla. Los Obispos siempre se han caracterizado por su incapacidad de análisis y más aún de autocrítica. Evidentemente no somos lo que nos obligaron a ser. Nuestro esfuerzo nos ha costado y sentimos orgullo por ello. Pero la inmutabilidad anacrónica de la jerarquía no le permite avanzar, anclada en una calculada identificación de tradición y pasado. Y la imposibilidad de autoinculpación conduce a la conclusión sartriana de que el infierno son los otros. El hombre actual ha roto con el hermetismo existencial que le convertía en un dato y se ha abierto a la aventura de ir siendo provisionalidad para sí mismo.
La Jerarquía pretende un dominio absoluto y manipulador de Dios y del hombre. Vive inmersa en definiciones cerradas y estériles. Tiene miedo a las interrogantes e imparte respuestas categóricas, endogámicas y dogmáticamente definitivas. Ninguna sociedad moderna se hubiera arrogado la infalibilidad. Sólo la Iglesia, en su orgullo infinito y blasfemo, es capaz de apropiarse semejante dimensión. Depende así, no tanto del Dios-gracia, de la imprevisivilidad del Otro, cuanto de unos códigos reguladores, de unas imposiciones legales, farisaicas, hipócritas y destructoras del Dios-sorpresa de Abraham, del Dios-siempre-desconcertante de la cruz.
España ha dejado de creer en Dios –dicen los Obispos. ¿De qué Dios se trata? ¿Del dios cómplice que convierte en cruzadas actitudes criminales? Cuando Juan Pablo II visita Nicaragua recrimina severamente a Ernesto Cardenal su compromiso con una revolución liberadora. Cuando visita Chile le imparte la comunión a Pinochet. Cuando Videla, cuando Franco, cuando Strösner. Entre el Obispo Romero y Escrivá de Balaguer, ente Helder Cámara, Casaldáliga, Küng, Böf o Rouco, Cañizares, Gascó, Martínez Camino, la elección es clara. Entre la teología de la liberación y el código de derecho canónico, debe ser éste el que rija las relaciones verticales Papa-Obispos-mundo. Se destruye toda fraternidad. Entre hombre y mujer hay una prelación que dimana de un dios misógino por antonomasia. ¿De qué Dios están apostatando los españoles? Deberían preguntárselo los Obispos, siempre poseedores de la luz, usurpadores de la aventura humana, dominadores compulsivos del Dios-hombre-peregrino, siempre a punto de ser, esperanza siempre, nunca espera, futuro dinamizador, nuca porvenir predefinido.
El hombre-creciente no contemporiza con un dios-jibarizado. El dios canónico, moralista y moralizante, estático y paralizante, bisturí de la libertad humana, desentendido de la pobreza, de la miseria económica y ontológica del hombre, envidioso de su quehacer constructor del mundo y de la historia, no puede ser el Dios de los profetas, de las interpelaciones y las interrogantes.
Señores Obispos: pregúntense por el hombre. Tal vez entonces encuentren la respuesta creadora, la palabra que fecunda el mundo en su devenir de luz siempre estrenada.
España se ha descristianizado y por tanto hay que reevangelizarla. Los Obispos siempre se han caracterizado por su incapacidad de análisis y más aún de autocrítica. Evidentemente no somos lo que nos obligaron a ser. Nuestro esfuerzo nos ha costado y sentimos orgullo por ello. Pero la inmutabilidad anacrónica de la jerarquía no le permite avanzar, anclada en una calculada identificación de tradición y pasado. Y la imposibilidad de autoinculpación conduce a la conclusión sartriana de que el infierno son los otros. El hombre actual ha roto con el hermetismo existencial que le convertía en un dato y se ha abierto a la aventura de ir siendo provisionalidad para sí mismo.
La Jerarquía pretende un dominio absoluto y manipulador de Dios y del hombre. Vive inmersa en definiciones cerradas y estériles. Tiene miedo a las interrogantes e imparte respuestas categóricas, endogámicas y dogmáticamente definitivas. Ninguna sociedad moderna se hubiera arrogado la infalibilidad. Sólo la Iglesia, en su orgullo infinito y blasfemo, es capaz de apropiarse semejante dimensión. Depende así, no tanto del Dios-gracia, de la imprevisivilidad del Otro, cuanto de unos códigos reguladores, de unas imposiciones legales, farisaicas, hipócritas y destructoras del Dios-sorpresa de Abraham, del Dios-siempre-desconcertante de la cruz.
España ha dejado de creer en Dios –dicen los Obispos. ¿De qué Dios se trata? ¿Del dios cómplice que convierte en cruzadas actitudes criminales? Cuando Juan Pablo II visita Nicaragua recrimina severamente a Ernesto Cardenal su compromiso con una revolución liberadora. Cuando visita Chile le imparte la comunión a Pinochet. Cuando Videla, cuando Franco, cuando Strösner. Entre el Obispo Romero y Escrivá de Balaguer, ente Helder Cámara, Casaldáliga, Küng, Böf o Rouco, Cañizares, Gascó, Martínez Camino, la elección es clara. Entre la teología de la liberación y el código de derecho canónico, debe ser éste el que rija las relaciones verticales Papa-Obispos-mundo. Se destruye toda fraternidad. Entre hombre y mujer hay una prelación que dimana de un dios misógino por antonomasia. ¿De qué Dios están apostatando los españoles? Deberían preguntárselo los Obispos, siempre poseedores de la luz, usurpadores de la aventura humana, dominadores compulsivos del Dios-hombre-peregrino, siempre a punto de ser, esperanza siempre, nunca espera, futuro dinamizador, nuca porvenir predefinido.
El hombre-creciente no contemporiza con un dios-jibarizado. El dios canónico, moralista y moralizante, estático y paralizante, bisturí de la libertad humana, desentendido de la pobreza, de la miseria económica y ontológica del hombre, envidioso de su quehacer constructor del mundo y de la historia, no puede ser el Dios de los profetas, de las interpelaciones y las interrogantes.
Señores Obispos: pregúntense por el hombre. Tal vez entonces encuentren la respuesta creadora, la palabra que fecunda el mundo en su devenir de luz siempre estrenada.
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