El Presidente de Estados Unidos acaba de desbloquear la profundización investigadora con células madres prohibida por su antecesor Buhs aduciendo razones éticas y escrúpulos religiosos (¿Qué es la conciencia para algunos?) Obama rompe el trágico sometimiento de la ciencia a la religión. El Presidente norteamericano se ha enfrentado así al mundo religioso y sobre todo a la Iglesia católica que ya ha rechazado su actitud haciendo caer sobre su postura las más destructivas maldiciones.
Las Iglesias han sido siempre contrarias a la investigación científica. Incluso cuando esas investigaciones pudieran aliviar enfermedades terribles que hoy padecemos y que podrían verse eliminadas o aliviadas mediante aplicaciones derivadas de bienhechoras conclusiones. Las religiones siempre han tenido miedo a la ciencia. Han preferido hacer del dolor y la muerte un elemento expiatorio incomprensible, antihumano y blasfemo.
Lo mistérico es el núcleo central de toda religión. Pero resulta inaceptable esa postura cuando proviene de la Iglesia católica que se proclama fruto de una revelación y hace de Jesús una epifanía. El hombre no tiene que aspirar a ser como Dios (concepción griega) porque Dios ha decidido ser como el hombre (visión cristiana)
El hombre sostiene en sus manos la finitud ontológica de sí mismo. La ciencia ahonda dificultosamente en la humanidad y va siendo noticia luminosa para la propia humanidad. Por ella va conformando su libertad frente al mundo, su dignidad, su grandeza. Frenar la ciencia es oponerse al devenir humano, a la perfección del mundo, a la resurrección del universo, al vértice glorioso de Chardin.
La Iglesia tiene miedo al avance científico que deshoja el misterio. La evolución darwiniana no anula el relato mítico de la creación, sino que lo sitúa en su auténtica dimensión. Pero las mitras se mueven más cómodas en la ignorancia. Dominan mejor las conciencias. La opacidad, lo inexplicable, la nebulosa son el caldo de cultivo del imperativo dominante de la jerarquía. Lo milagroso es más rentable, económicamente incluso, que un manojo de estrellas en las manos. De oscurantismo se ha nutrido durante siglos y en el oscurantismo se han basado dogmas inapelables, inmutables, impuestos a la intimidad, hasta hacer de la fe del carbonero un modelo de humanidad desprestigiada, apóstata de sus facultades mentales, incompatible con la libertad creadora y fecunda. Se ensalza la fe que abandona la búsqueda y se desprecia la roturación de caminos que llevan a campo abierto, a cumbres anchas y humanizantes. La grandeza del hombre se logra siempre –piensa la Iglesia- en detrimento de la grandeza de Dios. Esta visión entraña un absoluto desprecio de Dios y del hombre.
La Iglesia ha renunciado secularmente a su projimidad con el mundo. Prefiere situar su reino fuera de él. Pero el hombre no tiene otro espacio para su realización. O La Iglesia se hace carne y habita entre nosotros, o el hombre sigue su quehacer secularizando el camino, fecundando el misterio, alumbrando horizontes abiertos de esperanza.
Las Iglesias han sido siempre contrarias a la investigación científica. Incluso cuando esas investigaciones pudieran aliviar enfermedades terribles que hoy padecemos y que podrían verse eliminadas o aliviadas mediante aplicaciones derivadas de bienhechoras conclusiones. Las religiones siempre han tenido miedo a la ciencia. Han preferido hacer del dolor y la muerte un elemento expiatorio incomprensible, antihumano y blasfemo.
Lo mistérico es el núcleo central de toda religión. Pero resulta inaceptable esa postura cuando proviene de la Iglesia católica que se proclama fruto de una revelación y hace de Jesús una epifanía. El hombre no tiene que aspirar a ser como Dios (concepción griega) porque Dios ha decidido ser como el hombre (visión cristiana)
El hombre sostiene en sus manos la finitud ontológica de sí mismo. La ciencia ahonda dificultosamente en la humanidad y va siendo noticia luminosa para la propia humanidad. Por ella va conformando su libertad frente al mundo, su dignidad, su grandeza. Frenar la ciencia es oponerse al devenir humano, a la perfección del mundo, a la resurrección del universo, al vértice glorioso de Chardin.
La Iglesia tiene miedo al avance científico que deshoja el misterio. La evolución darwiniana no anula el relato mítico de la creación, sino que lo sitúa en su auténtica dimensión. Pero las mitras se mueven más cómodas en la ignorancia. Dominan mejor las conciencias. La opacidad, lo inexplicable, la nebulosa son el caldo de cultivo del imperativo dominante de la jerarquía. Lo milagroso es más rentable, económicamente incluso, que un manojo de estrellas en las manos. De oscurantismo se ha nutrido durante siglos y en el oscurantismo se han basado dogmas inapelables, inmutables, impuestos a la intimidad, hasta hacer de la fe del carbonero un modelo de humanidad desprestigiada, apóstata de sus facultades mentales, incompatible con la libertad creadora y fecunda. Se ensalza la fe que abandona la búsqueda y se desprecia la roturación de caminos que llevan a campo abierto, a cumbres anchas y humanizantes. La grandeza del hombre se logra siempre –piensa la Iglesia- en detrimento de la grandeza de Dios. Esta visión entraña un absoluto desprecio de Dios y del hombre.
La Iglesia ha renunciado secularmente a su projimidad con el mundo. Prefiere situar su reino fuera de él. Pero el hombre no tiene otro espacio para su realización. O La Iglesia se hace carne y habita entre nosotros, o el hombre sigue su quehacer secularizando el camino, fecundando el misterio, alumbrando horizontes abiertos de esperanza.
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