domingo, 14 de junio de 2015

HABLARE CONMIGO

Alguna vez tendré que quedar conmigo mismo,
sentarme a mi lado y preguntarme,
hablar como dos viejos amigos,
o dos desconocidos.
Tendré que citarme en una esquina cualquiera,
donde termina el mundo,
en la casa de un río,
en la calle de una mar,
en el brocal de una luna.
Me presentaré con las manos abiertas,
diáfanas como una noche de mayo,
como un trigal a punto de amapolas
y me recibiré como si siempre,
como si nunca
nos hubiéramos visto.
Nos beberemos el tiempo
como un vino afrutado
con sabor a esa madera donde madura
y cumple tiempo para hacerse beso
en el cielo de una boca.
Escucharé las respuestas
a las preguntas ahogadas
por el miedo,
la angustia,
por el temblor que produce
saber del amor, de la muerte,
del grito de la carne,
el aullido de la piel,
el gemir genital,
cuando se trenzan las piernas
y las lenguas perfilan con saliva
los labios del otro
y hacen brillante el barro
de los pechos, del vientre,
del sexo infinito.
Indagaré en la hondura Dios,
aunque Dios no es respuesta,
sino una pregunta del hombre sobre si mismo.
Me preguntaré por ti,
por ti,  que no existes,
por ti, a quien doy forma todos los días,
porque eres mi creación
y te he hecho tan palpable
que conozco tu boca, tus besos,
tu tacto,
tu cuerpo acostado en mi cuerpo
siendo uno en uno
porque la suma es fusión, fusión sólo.
Me preguntaré por la muerte,
esa grieta infinita,
sin un sentido al fondo
con el absurdo del tiempo
suicidándose en la nada.
Quiero despedirme de mi mismo.
Sólo tengo respuestas amargas.
No merece la pena seguir esta conversación
con alguien a quien no conozco,
a quien no vale la pena haber amado.



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