martes, 13 de enero de 2015

AQUELLA CAFETERIA



Llegué a casa temprano.  Estaba  cansado: mucho trabajo, negocios a medio fraguar, perspectivas de dinero a corto plazo. Necesitaba una ducha caliente. Ya en la cama, fumé el último cigarrillo. El capricho del humo parecía una tempestad domesticada, un temporal abreviado, diminuto como un jazmín impar.  Y así me fui olvidando de mí mismo y de todo lo que estaba alrededor. El sueño es ante todo una pérdida de memoria. Alguien separa el mundo de nuestros pies y sólo nos queda abrazarnos a la muerte como a una querida presentida, deseada. Al despertar resurge la magia de las presencias, del tacto y todo vuelve a estar en su sitio.

Me empezó a gustar aquella cafetería. Nunca había reparado en sus mesas de mármol cuadradas, patas forjadas de hierro, larga barra defendida por un barandal dorado, sillas de respaldo incómodo por austero. Me aseguraron que en aquel velador del fondo, donde alguien siempre ponía una rosa, tomaba café Tierno Galván. En otro tiempo había sido lugar de reunión de literatos y seres de la farándula. Uno casi imaginaba sin esfuerzo esas tertulias.  El conjunto lo pedía. Pero hoy la clientela era otra. Desayunaban los empleados de una correduría de seguros, los informáticos de una multinacional y los despistados  que por casualidad habíamos  sentido la necesidad de un café un día cualquiera. Empecé a frecuentarla. El metro me dejaba en la puerta y me atraía el ambiente de un ayer no lejano.

Imaginaba poetas, filósofos, artistas sentados donde yo estaba ahora, decidiendo sobre la belleza de un soneto o el final de una comedia. Y aquellos republicanos que desaparecieron por arte de magia cuando llegó la dictadura, según me contó un limpiabotas al que le di unas monedas sin permitirle que se pusiera a mis pies. Siempre me pareció humillante. Señor, me decía él, es un trabajo como otro cualquiera. Sí, le respondía yo, tan humillante como otro cualquiera, y además se realiza a los pies de alguien para que la humillación sea más explícita. Usted, me argumentaba, debe ser comunista. Yo, le replicaba, quisiera saber quién soy y por qué me gusta venir a esta cafetería repleta de informáticos, agentes de seguros y despistados.

-Es una cafetería llena historia, de elegancia y a usted se le ve que le encantan ambas cosas. A lo mejor es usted investigador y viene a observar el ayer que no vivió por edad. A lo mejor, y perdone que me meta en cosas que no me importan, espera encontrar de nuevo a alguien a quien vio un día. No tenga prisa. La gente suele regresar al lugar del crimen y al sitio donde descubrió el amor. Dele tiempo al tiempo. A lo mejor cuando menos lo espere… Adiós, señor, hasta otro día.


Me quedé mirando a aquel hombre que ahora iba ofreciendo su servicio por otras mesas. Sin duda había vivido la república, la dictadura, la transición. Le había dado brillo a los zapatos de muchas celebridades. Tenía la retranca de quien ha visto cambios de chaqueta, sonetos escritos y abandonados en una servilleta, conspiraciones de tricornios y botas insurrectas. Pero también parecía haber visto parejas bebiéndose el amor con leche en las mesas de mármol jaspeado. Aquel hombre conocía, sin duda, cremas negras, marrones, amores azules, y besos escondidos y citas concertadas para las cinco en punto de la tarde.

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