La Jerarquía eclesiástica nunca ha renunciado al dominio de las conciencias. Los valores de la razón, laicicidad, secularización, autonomía del ser humano frente a la suprema decisión vital de su existencia, no entran dentro de la escala respetada por los Obispos. Muy por el contrario, son ellos, y solamente ellos, los que tienen la misión encomendada por Cristo de guiar a sus fieles en sus decisiones morales y de trazar el camino, siempre unívoco, de la bondad moral. Depositarios del monopolio de la verdad, son ellos quienes deciden desde no se sabe qué ciencia infusa lo que cada cual debe hacer en cada momento y en cualquier campo de la actividad humana.
Por otra parte, su adhesión inquebrantable a ciertos regímenes siempre dictatoriales, ha hecho acreedores a estos domadores de la verdad de la convicción de que debe darse una duplicidad de actuaciones paralelas entre lo mundano y lo religioso: se reclama así la existencia de universidades católicas frente a las estatales, colegios religiosos frente a los públicos y un derecho único a formar conciencias que debe proyectarse sobre cualquier formación humana venga de donde venga. El estado natural del hombre no es la búsqueda, sino más bien la aceptación de lo que otros piensen por él. La exploración de la verdad no tiene sentido si ella viene ya impuesta por visionarios ungidos y destinados a impartirla como un regalo.
Esta actitud se deriva de una concepción piramidal de la vida en cuyo vértice se sitúa al Papa, infalibilidad absoluta incluida, se ensancha a través del episcopado y descansa sobre una cuerpo de hombres y mujeres sometidos y destinados a soportar el peso de todo el que está por encima de ellos. El giro exigido por el Vaticano II abandonando la concepción de la Iglesia como sociedad perfecta para convertirla en pueblo de Dios nunca fue asimilado por el episcopado. Lo humano como valor en sí mismo no fue asumido por el cuerpo jerarquizado que temía se le fuera de las manos el poder de sumisión impuesta, del que ha venido gozando durante la historia.
La Jerarquía eclesiástica estaba en las espaldas de esos movimientos políticos que fueron la democracia cristiana, la acción católica y todas las organizaciones en las que se “utilizaba” la careta de autonomía para esconder decisiones con pectorales al fondo.
Aparecen ahora Alfredo Dagnino, Benigno Blanco, José Manuel Vidal, y muchos otros queriendo formar un partido político de inspiración cristiana respaldados y bendecidos por el Cardenal Rouco Varela. La Conferencia Episcopal Española nunca ha aceptado la no confesionalidad de la Constitución española. No ha dado por enterrado el tiempo del franquismo en el que de forma adúltera ejerció un dominio absoluto sobre la legislación, las costumbres y la orientación vital de este país. Añora tiempos de dictadura cristiana (qué contradicción), de cruzada vencedora de comunismos, de hordas judeomasónicas y reclama regímenes que impongan la cruz en las escuelas, la espada en las conciencias y la presencia del sagrado Corazón en los montes de cada pueblo. La dictadura episcopal ejercida entonces quiere prolongarse a sí misma aún en ausencia de los golpistas que la auparon a la cúspide. El proyecto de la nueva normativa del aborto, la educación para la ciudadanía, hasta ciertas fiestas no típicas de nuestro sentido mediterráneo son tachadas ridículamente de anticristianas. Su desprecio por la iniciativa humana, por el papel de la mujer, la falta de respeto a la investigación, su oposición a los avances tecnológicos son siempre rechazados en nombre de una dios domesticado, jibarizado, empobrecido, siempre juzgador, nunca compañero de la aventura existencial.
Rouco y los Obispos quieren tener un brazo político fuerte. No les basta con los brazos extenuados del crucificado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario