domingo, 23 de diciembre de 2012


LA  NIÑA  ALEGRIA



                                                                             



Hay que cuidar la alegría. Como hay que cuidar los geranios, la nostalgia, o el amor encontrado de repente en los labios calientes de la vida. Ahora  la  venden envuelta en celofán, elegante como un río diminuto, envasada al vacío, pura, sin conservantes ni colorantes. Así está en las tiendas de lujo, en los escaparates soberbios del consumo. Alegría a granel, por encargo, alta de precio, que bajará en enero, porque en enero ya no será última moda.

En diciembre se impone la alegría. Se iluminan las noches de los pueblos. Luces breves en cestitos pequeños, como si la gente llevara un amanecer entre las manos. Las grandes ciudades, no. Ellas necesitan demostrar su prepotencia. La luz chorrea desde los árboles, por las paredes. Hay aceras de luz, asfalto de luz, tejados de luz. Se diferencia el centro urbano de los suburbios de chabolas.  La luz es  patrimonio de los ricos, de las clases medias altas, nunca de los pobres. Los pobres tienen sólo derecho a la oscuridad, a enganchar la pena al generador de penas grandes, sin que se entere la guardia civil, porque a los pobres se les multa incluso por tener penas.

Hay que cuidar la alegría. Caduca pronto. “Consumir preferentemente antes del seis de enero”. Después intoxica, amarga. Se mueren los ángeles que lleva dentro. Y una alegría sin ángeles es como un puñado de jazmines sin  tuétanos de aroma. Qué triste la alegría. Tan deseada. Tan manoseada. Tan impuesta. Tan prostituida. Con la fecha de su muerte ciñéndole la cintura. Cinta negra en el pelo de la alegría.

Hay que cuidar la alegría. Como a una especie protegida. Pero sólo en diciembre. Lo ordena un real decreto de las estrellas. Firmado por Belén. Ternura de niño testigo. Pastores. Camellos. Vírgenes azules y trabajadores de garlopa. Asombro de Reyes Magos. Pudor de mujer parida. Primeriza. Con cruces pequeñitas por la sangre. Ríos papel cobrizo. Plateros humildes por los caminos de corcho. Vacas chorreando cariño caliente. Gitanitos paseando las  noches, noches  nocheras.

Pero a  nadie le importa el misterio del hombre. Sólo la alegría. Porque se acaba pronto. Seis de enero.  Caballitos de cartón y pelotas de plástico en el chabolerío del suburbio. Trenes electrónicos, universo digital por Gran Vía y  Velázquez. Porque la alegría no es igual a la alegría. No confundir el barrio de Salamanca con el cartón piedra de las afueras.

Navidad es el hombre. Naciendo de sí mismo. Creándose. Proyectando futuro. El hombre inaugurando su propia humanidad. Poeta de día séptimo. Sin descanso. Abriendo el vientre de la luz. Indagando la propia identidad para poseerse y entregarse. Dándole a cada hombre su ración de hombre. Dignidad igualada. Sin primacía posible. Creyendo en el tú adorable, en el belén del otro. Dólares al margen, guantánamos clausurados, petróleos blancos de azucenas, entrega de cuerpos abrazados. Crucecitas cicatrizadas en las venas de la virgen primeriza. Madera honrada para la gubia de tanto josé obrero.

Porque Navidad es el hombre, hay que cuidar la alegría. Que no se acabe en enero. Hay que ponerle pañales de mugidos tibios y burritos pequeños y peludos.



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